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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Un buen hombre odiado en casa

Gorbachov desmanteló la URRS, faro de la repelente ideología comunista, pero al tiempo liquidó el sueño de que aquello era un imperio

En 1996, cinco años después de que hubiese rubricado el fin de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov se presentó a las flamantes elecciones presidenciales. Obtuvo el 0,5% de los votos. En ese dato se resume la paradoja de aquel político de maneras amables, que había enamorado a Occidente y acabó siendo detestado en su casa. Tras sesenta años de opresión asfixiante, abrió su país a ciertas libertades mediante la «glasnost» (apertura) y la famosa «perestroika» (política de reformas). Con ello liquidó la URSS, faro mundial de la criminal ideología comunista, un servicio que siempre habrá que agradecerle. Pero por el camino se cargó también un auténtico imperio, que implosionó aparatosamente en 1991.

Los rusos nunca se lo perdonaron. Habían vivido bajo una dictadura de propaganda implacable, que los mantuvo convencidos hasta el final de que estaban disputando el liderazgo mundial. La URSS ocupaba por sí sola la sexta parte de la Tierra (tenía seis veces la superficie de la India). La dictadura les contaba que competían de igual a igual con Estados Unidos, milonga que se acabaron creyendo hasta los propios estadounidenses, cuando hoy se estima que en la etapa de Gorbachov el PIB soviético solo suponía poco más de la mitad del de EE UU.

El ensamblaje de quince repúblicas variopintas sometidas al yugo comunista se deshizo como un azucarillo en 1991. Los sueños imperiales se esfumaron y se destaparon los pilares de cartón piedra de la Unión Soviética, que en realidad era una máquina económica averiada. Sufrieron la humillación de perder por goleada la Guerra Fría, incapaces de seguir el ritmo inversor de la Guerra de las Galaxias de Reagan. En el ámbito doméstico se produjo entonces un gran caos. De ese revoltijo acabaría aflorando al final Putin, que prometió orden y nuevas glorias nacionalistas (con el precio de montar un régimen cleptómano de amigotes y de nuevo autoritario).

Gorbachov será recordado como un personaje entre heroico y patético. Su viaje personal es impresionante. Aquel hijo de campesinos de una granja colectivista del Suroeste de Rusia, que trabajó recogiendo cosechas de niño y adolescente, acabó con 54 años en lo más alto de un Politburó del que era el integrante más joven. Una jerarquía que hasta su llegada había sido una colección de momias, con líderes casi seniles en la última etapa soviética.

En diciembre 1984, siendo Gorbachov el valor emergente del régimen soviético, visitó a Margaret Thatcher en Chequers, la residencia de descanso de los primeros ministros. Ella se quedó prendada de aquel hombre sonriente, que lucía una distintiva marca rosácea en su calva: «Soy cautelosamente optimista. Me gusta Mr. Gorbachov. Podremos hacer negocios juntos».

Reagan, que era muchísimo más largo de lo que refleja su errónea caricatura y que contaba en su gabinete con soberbios diplomáticos, le tomó enseguida la medida a «Gorby». Olfateó su debilidad y fue directo al grano. El 12 de junio de 1987, en un memorable discurso ante la Puerta de Brandeburgo de Berlín, le exigió: «Señor Gorbachov, tire ese Muro». Caería solo dos años después. Reagan, Thatcher (y el Papa Wojtila) habían ganado la Guerra Fría frente al comunismo, una ideología letal, que acumulaba millones de muertos por medio planeta. Por su parte, Mijaíl Gorbachov fue el político bienintencionado… que condujo a su país a la derrota (y a Yeltsin y Putin). Occidente adoraba a Gorby, que tras perder el poder llegó a rodar anuncios para Pizza Hut y Louis Vuitton. Era un buen tipo. Pero desde luego no se había molestado en leer a Maquiavelo.

Salvando todas las distancias, la muerte de Gorbachov y su desventura política nos lleva a evocar con admiración la obra maestra que fue la Transición española, despreciada hoy por un adanismo revisionista y bastante tontolaba.