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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Lágrimas correspondidas

Siempre lo vi sereno, sonriente, optimista. Yo no sé lo que le iría por dentro. La verdad es que nuestras vidas en aquellos días valían poca cosa. Pero, quizá por su fama, se sentía obligado a mostrar un semblante risueño a todos los que se le acercaban pidiéndole opinión

En la cena de los Cavia tuve la fortuna de sentarme a su lado. Fue testigo de la prisión, tortura y final de mi abuelo materno, don Pedro Muñoz-Seca, fusilado por los socialistas y comunistas con responsabilidad directa de Santiago Carrillo. Me refiero a Cayetano Luca de Tena. «He pedido que me sentaran a tu lado para narrarte el último abrazo de don Pedro». Días más tarde lo publicó en la Tercera de ABC, cuyo recorte archivé a mi manera. Mi método de archivo es muy original. Lo guardo todo muy bien y cuando necesito un documento, jamás lo encuentro. Gracias a mi amigo Álvaro García de la Rasilla, que encuentra lo que guarda, hoy lo tengo ante mis ojos, todavía emocionados. Y transcribo íntegramente aquella Tercera, que tan prodigiosamente retrata la serenidad de los grandes señores ante el odio. Se titula «Recuerdo de don Pedro Muñoz-Seca».

«Le habían obligado a afeitarse el bigote, aquel bigote velazqueño que le definía, que le identificaba. Una caricatura de aquellos años –tal vez de Sirio o de Cebrián–, le representaba sintetizado por un gran bigote sobre un rostro sin rasgos. Algún refinado torturador le había impuesto aquel castigo absurdo que sólo pesaba sobre él, ya que a los demás se nos permitían barbas, bigotes y pelambreras crecidas en una cautividad desprovista de los servicios más elementales. Estábamos en el colegio de San Antón, convertido en cárcel, en «prisión provisional donde no se toleran grupos de más de uno», como decía el famoso miliciano 'Dinamita', mientras nos empujaba con la culata del fusil en el reducido patio en el que intentábamos estirar las piernas.

Para un jovencito, casi un adolescente, como era yo en aquel otoño del 36, don Pedro Muñoz-Seca era un personaje fabuloso. Yo había leído y visto representar sus comedias. Hasta había interpretado alguna en un grupo de aficionados. Pensaba que aquel hombre popular, nimbado por el éxito, sería un ser prácticamente inaccesible. Pero era simpático, afable, sonriente y acogedor. Mi hermano y yo nos agregábamos a la tertulia que presidía por las mañanas en un rincón del patio donde, de vez en cuando, entraba un rayo de sol casi vertical. Oíamos a aquella gente, a aquellos señores mayores que nosotros, con un respeto y una devoción de catecúmenos. Una vez don Pedro improvisó unos versos de su fórmula al hilo de la conversación sobre la detención de las tropas de Franco a las puertas de Madrid, que para nosotros resultaba inexplicable. La mayor parte de aquella tertulia acabó, con don Pedro, en las zanjas de Paracuellos.

Siempre lo vi sereno, sonriente, optimista. Yo no sé lo que le iría por dentro. La verdad es que nuestras vidas en aquellos días valían poca cosa. Pero, quizá por su fama, se sentía obligado a mostrar un semblante risueño a todos los que se le acercaban pidiéndole opinión. Y su actitud tonificaba a muchos de aquellos hombres lógicamente temerosos, aquellos hombres que cada noche esperaban la lista fatal, la lista que les haría salir hacia un terrible destino. Don Pedro Muñoz-Seca –siempre le llamé «don Pedro» y me gusta seguir haciéndolo ahora–, oponía la broma y la sonrisa a cualquier rumor siniestro esparcido por la prisión. Contaba historias divertidas. Anticipaba fragmentos de lo que pensaba escribir cuando aquello acabara. Y daba ejemplo de limpieza y corrección en un clima donde la incomodidad invitaba al abandono y al desaliño. Tenía –lujo increíble en aquellas circunstancias–, dos abrigos, uno azul y otro beige, que usaba por igual. Para compensar la pérdida del bigote se había dejado una mosca en la que blanqueaba el pelo y que le daba cierto aire mosqueteril, cierta simpática arrogancia. Se cubría con una boina azul, y su estampa tenía algo que alegraba el corazón. Era la imagen del caballero al antiguo estilo, cortés, bienhumorado, paciente y lleno de fe, una fe contagiosa e irresistible.

Pero no se limitaba a infundir moral con su ejemplo. Como las lentejas del rancho estaban salpicadas de piedrecitas y objetos extraños, don Pedro organizó un servicio voluntario que se reunía por las mañanas en un pequeño comedor abierto al patio de entrada del colegio. Allí, sobre las mesas de mármol, se extendían las lentejas, que íbamos limpiando poco a poco de su ganga original. Era un trabajo minucioso que no impedía la conversación, en la que don Pedro brillaba con sus anécdotas y con su modo inimitable de contarlas. Era un andaluz genuino, y tenía ese don misterioso para las comparaciones que distingue a la gente del Sur. Los andaluces no hacen chistes. Se limitan a unir en una frase dos materias muy distintas que hacen explosión al entrar en contacto.

Pero lo que recuerdo sobre todo, lo que me obliga a escribir estas líneas como un homenaje de gratitud, son unas lágrimas que vi correr por el rostro de don Pedro, y que son la última imagen que guardo de nuestra breve amistad en la cárcel de San Antón. Fue la noche del 27 de noviembre de aquel año de 1936. Mi nombre y el de mi hermano habían sonado en una lista de traslado en la que no se especificaba –naturalmente–, el lugar de destino. Reunimos nuestras pocas pertenencias: una manta, una cuchara y un plato de hojalata. Ropa sólo teníamos la puesta. Las despedidas de los amigos tenían ese aire al que ya estábamos acostumbrados, un aire casi seco, lacónico, sin sentimentalismo. Nadie quería dejarse arrastrar a la protesta o al llanto. Primero, porque no hubiera servido de nada, y después, porque nadie sabía si una hora más tarde no iba a tocarle el turno.

Nos reunieron a los expedicionarios en un lugar próximo a la entrada, donde nos pasaron lista por enésima vez. Y de pronto, filtrándose no se sabe cómo a través de puertas y controles, aparecieron allí don Pedro Muñoz-Seca y Julián Cortés-Cavanillas para despedirnos. Julián intentaba animarnos, repitiendo: «Creo que vais a Chinchilla». Pero don Pedro no decía nada. No podía. Yo creo que alguno de sus hijos podría tener, tal vez, mi misma edad. Quizá viera en mis pocos años un símbolo de la juventud que moría generosamente en aquellas horas terribles. El caso es que don Pedro me abrazó llorando, y que en aquel instante era mi amigo y era mi familia, y era aún más, era un ser al que yo respetaba y admiraba, un hombre importante y famoso que se echaba a llorar por mí, un muchacho cualquiera de diecisiete años, un estudiantillo que iba a la muerte sin darse cuenta del todo.

Mi expedición, nadie sabe por qué, llegó a la cárcel de Alcalá después de una larga detención en el cruce de Paracuellos. Alguien nos salvó, alguien a quién nunca he podido dar las gracias. Pero don Pedro Muñoz-Seca, que salió de San Antón pocas horas después, no tuvo tanta suerte. Y he ido al cementerio de Paracuellos a rezar por él, y a darle las gracias por aquellas lágrimas que lloró por mí». Cayetano Luca de Tena.

Perdón por la extensión. Creo que merecía la pena. Sigue habiendo en España grandes españoles, grandes cristianos y personas grandes. Pero hoy, ochenta años más tarde, siguen latiendo en otros españoles los mismos impulsos de odio que convirtieron en asesinos a los resentidos y los miserables. Todo puede pasar. Sólo espero, en cualquier situación y momento, ser digno de aquel abuelo ejemplar. Y agradecer a la memoria de Cayetano su texto, dándole las gracias por aquellas lágrimas que le devolvió a don Pedro.