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El observadorFlorentino Portero

Chile constituyente

O Boric rectifica y se concentra en lograr un acuerdo general sobre la constitución o entrará en la dinámica bolivariana que acabará por destruirlo todo

Todos somos conscientes, o deberíamos serlo, de que la única constante en nuestra vida es el cambio, aunque su velocidad e intensidad sean variables. También parece evidente que vivir en sociedad implica un esfuerzo cotidiano de convivencia. Acompasar este esfuerzo con el cambio no resulta fácil, más aún cuando además buscamos garantizar la libertad, la justicia y el progreso. De esto tratan las constituciones, fundamento del orden jurídico y del sistema de convivencia.

Los chilenos llegaron a la conclusión de que necesitaban una nueva constitución. La experiencia histórica aconseja centrarse más en las reformas que en los cambios radicales que, en mayor o menor medida, implican un empezar de cero. Ya Edmund Burke, haciendo referencia a la Revolución Francesa, desaconsejaba esta práctica por incívica. Puesto que hubo un amplio consenso al respecto no seré yo quien enmiende la plana a los chilenos, que conocen mejor sus circunstancias que un servidor. El presidente Boric lideró una propuesta que el pueblo soberano, con mejor criterio que sus actuales gobernantes, ha rechazado de manera clara.

Si una constitución debe ser un punto de encuentro entre la gran mayoría de los ciudadanos, la propuesta felizmente rechazada era exactamente lo contrario: la imposición de una minoría muy ideologizada sobre la mayoría. Tras esa actitud estaba una interpretación errónea de los resultados electorales. Como muy bien viene indicando entre nosotros Carlos Malamud, analista del Real Instituto Elcano, lo que está viviendo el conjunto de América Latina no es tanto un giro a la izquierda como el rechazo a los Gobiernos presentes, incapaces de dar respuesta a las demandas concretas de la sociedad. Boric no recibió un mandato para hacer una revolución «progresista», recogiendo la antorcha de Allende. La sociedad chilena le dio la oportunidad de desarrollar una política alternativa a la seguida por Piñeira, responsable de una gestión mediocre.

Chile es un país occidental que está viviendo experiencias que encontramos en otros muchos estados del mismo ámbito cultural. Los ciudadanos no pierden la oportunidad de manifestar su rechazo a unas élites que o no saben o no pueden o no quieren, que de todo hay, ocuparse de sus problemas concretos. Esas élites responden a unos intereses y unas visiones anacrónicas o parciales, por lo que han perdido su auctoritas. Del prestigio de antaño queda ya muy poco.

En Chile, como en el resto de Occidente, el rechazo a las élites está dando paso al auge de nuevas formaciones políticas, de uno u otro signo, que tienen en común el haberse abonado al fácil discurso del odio. El problema siempre es el otro, que no merece mi respeto. No sólo las nuevas formaciones están cayendo en este juego, entre nosotros el PSOE, o lo que queda de este partido, se ha entregado a esta práctica con fervor. Boric propuso una nueva constitución contra la mayoría y desde el desprecio a la mayoría y ésta ha respondido como cabía esperar.

Una constitución es siempre un pacto sometido a los avatares del paso del tiempo. Si no lo es, si trata de ser un instrumento para realizar «ingeniería social», trasformando desde el Estado a la sociedad, lo más probable es que se limite a minar la convivencia y el bienestar. La «ingeniería social» y la democracia están reñidas desde sus fundamentos. El ejemplo de Cuba y Venezuela está muy presente. O Boric rectifica y se concentra en lograr un acuerdo general sobre la Constitución o entrará en la dinámica bolivariana que acabará por destruirlo todo. O gobierna para todos, respetando valores, principios y visiones propias y ajenas o se adentrará por la vía del conflicto civil y de la incompetencia administrativa. Ni convencerá ni resolverá los problemas de la gente.