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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Comparece el Gran Narciso

Cuatro años ya. Ayer, el Gran Narciso bajó hasta los mortales en el Senado, plató de lujo para las cámaras que tanto le favorecen. Compareció para nada. Salvo para decir que es el más guapo y que se ama muchísimo. Y que nada va a alterar sus cuatro años de vacaciones

Pasaron ya cuatro años y España es un Titanic escorado. No importa. La orquesta sigue sonando. Ministras párvulas bailan al corro de la patata. Ministros párvulos mienten en jerga inclusiva. Con más arte o menos arte: como siempre. Sólo que con mayor descaro. E impunidad impecable. El presidente surca paisajes vacacionales en épico helicóptero o en aún más épico Falcon. Con sus gafas de sol a lo Top Gun, que le favorecen tanto. Y la inflación supera todo lo imaginado.

Y no pasa nada, absolutamente nada. Porque la realidad no cuenta en la política del siglo veintiuno. La realidad política es el baile en la gran sala de un Titanic con el agua arruinando ya el lamé de las damas. La realidad fue traducida en hilo musical: sinfonía celeste de los televisores, cacofonía obscena de las redes sociales. Guirigay angelical todo. El mundo está bien hecho, el mundo es este vals encantador en el que gira un guapo exjugador de baloncesto y hoy doctor plagiario: un universo de fotos sonrientes y paisajes benévolos.

Pasaron ya cuatro años. De virtual modernidad superlativa: de mundo simulado que suplanta al que existe. Política-ficción. ¿Existe Pedro Sánchez? ¿Existe la cuchipandi de párvulos que le legó Iglesias? ¿O es un guateque todo de hologramas? No estoy yo muy seguro. Existe en las calles la pobreza que empieza a devorarnos: la pobreza que eludimos mirar sobre las aceras, la extrema, la de los mendigos a quienes se traga la noche; pero también la pobreza lenta, la que, mes a mes, va horadando en inflación los recursos de todos. Y existe, claro, la moral pobreza de nuestra sociedad idiotizada.

El bailarín sigue girando en su caja de música. Hay quienes lo llamaron plagiario. No le importa. Sigue bailando. Hay quienes no quieren creerse, ni lo de las maletas de Delcy, ni lo de la memoria robada al presidencial teléfono. Hay quienes… No le importa. Cosas de la mala gente, proclaman en Moncloa. Y así será repetido por los televisores. Y mutado en nutritiva basura por las redes. Llamamos democracia a esto. Sea. Existen cosas peores. ¡Si lo sabremos!

Y ayer, al fin, el espectáculo: ¡luz y sonido! Han sido ya cuatro años de amalgamar brutalidad e infantilismo. Hipermodernos, sí: en eso, nadie podrá negarle mérito. Como nadie podrá negar el fuste autoritario de un presidente que hizo del decreto ley normalidad legislativa. Todas las constituciones prevén ese mecanismo. Lo prevén como excepción, como recurso no deseable, allá donde situaciones extremas y extremadamente urgentes impiden agotar los tiempos propios de la elaboración parlamentaria. Ningún Gobierno anterior se ha atrevido a convertir esa excepción en norma. A ningún Gobierno de la Europa democrática se le hubiera pasado por la cabeza estafar así a sus ciudadanos. Han sido ya cuatro años de no legislar de otro modo. Una vez, y otra, y otra… Y una vez y otra y otra, sin que aquí pase nada. Sin que ni siquiera la ira de los perjudicados –todos– haya llegado a tener expresión pública.

Cuatro años ya. Ayer, el Gran Narciso bajó hasta los mortales en el Senado, plató de lujo para las cámaras que tanto le favorecen. Compareció para nada. Salvo para decir que es el más guapo y que se ama muchísimo. Y que nada va a alterar sus cuatro años de vacaciones. Ni vergüenza plagiaria, ni cataclismo económico, ni mentiras de inmediato desmentidas, ni inseguridad jurídica, ni risibles lenguajes inclusivos, ni tiernos arrumacos con golpistas catalanes turbarán su reposo. Le queda un año más de amor autista y lujo a costa del contribuyente. No piensa renunciar a un solo día en el disfrute de su privilegio. ¿Por qué iba a renunciar a nada un infantil Narciso?

¿Y Feijóo, ante esta farsa? Adulto. Sencillamente.