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Agua de timónCarmen Martínez Castro

Elogio de la monarquía

Hace 25 años, en pleno tsunami sentimental tras la muerte de Lady Di, se dijo que la monarquía no sobreviviría al desapego de los británicos

La reina Isabel II de Inglaterra accedió a tal condición porque su tío Eduardo VIII, además de sus veleidades nazis, se empeñó en casarse con una mujer divorciada y por ello tuvo que renunciar al trono apenas un año después de haber sido proclamado rey. Hoy Camila Parker, es reina consorte de Inglaterra. No solo es una mujer divorciada, sino que protagonizó con el nuevo rey Carlos III uno de los mayores escándalos de la monarquía británica, que nunca anduvo escasa de ellos. Pero ahí están ambos, rey y reina, camino de ser venerables y aburridos ancianitos que en nada recuerdan a los apasionados adúlteros que fueron en su juventud.

Lo que va de la abdicación de Eduardo VIII a la entronización de Carlos III es el camino de modernización de la monarquía británica compartido con todas las monarquías parlamentarias que conocemos. Incluso la reina Isabel, esa abuelita entrañable que los británicos despiden con tanto cariño, fue una mujer fría y hermética durante la mayor parte de su reinado. Se fue humanizando a base de tragarse sapos y de lidiar con los escándalos de su familia. Su gran mérito fue haber sabido sortear todas esas crisis sin perder su dignidad ni la de la institución.

La monarquía es una institución muy compleja: es anacrónica, pero ha demostrado con creces su capacidad de adaptación a las transformaciones sociales; no es democrática, pero las monarquías parlamentarias se han consolidado como las democracias más avanzadas en todo el mundo. No existe un régimen de rendición de cuentas, pero los reyes hoy se ven obligados a seguir una conducta intachable y, siendo lo más alejado de los principios de la meritocracia, la institución viene condicionada de forma decisiva por el desempeño personal de cada monarca. Se trata, en definitiva, un laberinto de complejidad difícil de entender en el mundo de simplezas maniqueas en que nos movemos.

En la muerte de Isabel II se ha destacado su ejemplo al encarnar la estabilidad y la unidad de la nación a lo largo de 70 años de transformaciones inimaginables cuando ascendió al trono en un país devastado tras la Segunda Guerra Mundial. Ella era la roca que permanecía en su sitio cuando todo cambiaba y por ello elogiamos su persona. Pero, en realidad, lo que estamos reconociendo en ella son los valores de la institución monárquica.

Entre tantas emociones desparramadas, tantas pasiones efímeras y tantas pulsiones urgentes la monarquía ofrece un poso de continuidad, de estabilidad y de sosiego que viene decantado por la historia. Representa el poder civilizador de la tradición.

Hace 25 años, en pleno tsunami sentimental tras la muerte de Lady Di, se dijo que la monarquía no sobreviviría al desapego de los británicos, se pronosticó que Carlos nunca llegaría al trono y, por supuesto, que Camila jamás recibiría el tratamiento de reina. Hoy vemos que aquellos pronósticos han fallado con estrépito porque las emociones pasan, pero las instituciones permanecen.