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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Lo que no muere

Sin ironía alguna, siempre me ha fascinado el infalible automatismo con el que Isabel II logró transustanciarse en la máquina del perfecto protocolo

Kantorowicz, en su obra clásica sobre el origen de la soberanía, Los dos cuerpos del rey, fija el origen de esa traslación mundana del poder divino que es la política moderna. Cristalizada en un dogma básico: el Estado nunca muere. Sencillamente, porque el Estado es el único Dios al cual rinden culto unánime los hombres modernos.

El erudito polaco rastrea los orígenes de ese tópico en cierto desconocido canonista que está anotando el decreto del Papa Alejandro III Quoniam abbas, allá cuando la sucesión del abad de Winchester en el año1215. En una de sus anónimas glosas irrumpe inesperadamente el axioma: Dignitas nunquam perit, «la dignitas no muere nunca». A partir de él, el siglo XVI redondeará la fórmula que, proclamada desde la basílica de Saint Denis, fijaría la continuidad de la soberanía por encima del soberano, de cualquier soberano, quien no es más que su anecdótico soporte: «el rey ha muerto, ¡viva el rey!» A ese concepto nos venimos asomando en estos días que siguieron a la extinción de Isabel II. Con casi la algarabía de una feria: es el eje de una monarquía, la británica, a cuya intemporalidad la empírica muerte de sus coronados en nada afecta.

Dignitas nunquam perit. Tiendo a pensar que el festivo libelo «Carta de un joven mecánico», clandestinamente publicado en 1791 por el marqués de Condorcet, parte de esa convicción medieval en su cínica hipótesis: ¿cómo hallar un monarca que dé garantía de perfección y estabilidad más allá del tiempo? Respuesta: sólo una máquina bien ajustada poseería tales virtudes. Una máquina: un autómata. Sin margen de error. Sin amenaza de muerte. Y con coste bajísimo de mantenimiento, una vez completada su puesta en marcha.

Sin ironía alguna, siempre me ha fascinado el infalible automatismo con el que la reina de los británicos, Isabel II, logró transustanciarse en la máquina del perfecto protocolo, ironizada por el sabio francés. Eso salvó, durante casi tres cuartos de siglo, a la última monarquía políticamente relevante del planeta. Y perpetuó su seriedad en medio de lo que hubiera debido llevársela, en buena lógica, por delante: el completo desmoronamiento del imperio sobre el cual había asentado su identidad.

Elizabeth Windsor existía allá donde estaban sus bien medidos placeres personales: leo que entre sus caballos, a los que adoraba, sobre todo. En cuanto concernía a la Corona, Isabel II era, estricta y exclusivamente, una función de Estado: una abstracción o una máquina. Un dispositivo simbólico, en todo caso. Que eludía formular opinión propia, porque era su deber institucional dar sólo voz solemne a los textos de los cuales se hacía responsable el electo primer ministro de turno. Y que, durante setenta años, evitó exhibir afecto en sus funciones, porque el afecto no figura en el protocolo.

A Condorcet le hubiera maravillado la perfección de ese autómata. A mí, también. Dignitas nunquam perit.