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Desde la almenaAna Samboal

¿Por quién doblan las campanas?

Una intervención tras otra, ése ha sido el germen de la ruina que hoy nos acecha. Y lejos de corregir, nos empecinamos en el error

Es el abracadabra de nuestros días, el bálsamo de fierabrás: ¡intervención! Que suben los precios del gas, se intervienen. Si suben los alimentos, se interviene en el mercado de la distribución. Si se encarecen las hipotecas, se «topan», es decir, se intervienen. Que las empresas ganan dinero, se intervienen los beneficios o, lo que es peor, los ingresos. ¿Qué será lo siguiente?

Atribulados ante el feroz invierno que dibuja en el horizonte la ministra de Angela Merkel reconvertida en presidenta de la Comisión Europea, nos dejamos arrastrar hacia un modelo político y económico que genera inseguridad jurídica y cercena libertades y que no hemos elegido ni votado. Y todo para sacarnos del embrollo en el que, por torpeza, mala fe o cobardía, nos han metido los que nos gobernaban y los nos gobiernan.

Remontémonos a la crisis de 2009. Ante el riesgo de ruptura de la unidad del euro, por la subida de la prima de riesgo de los países del sur, el Banco Central Europeo decide intervenir en los mercados financieros bajando a cero el tipo de interés y comprando la deuda soberana de los Estados. Era una solución puntual, nos dijeron entonces. Sigue vigente.

Anulando el precio del dinero durante años, no han hecho más que penalizar al ahorrador y estimular al que quería gastar. Y, al menos por estas latitudes, no hay nadie a quien le guste más hacerlo que a un político. Lejos de sanear las cuentas, recortando el estratosférico endeudamiento de las administraciones públicas que compromete nuestro futuro como país y resta recursos a hogares y empresas, en la Moncloa han decidido seguir firmando hipotecas. La primera excusa para hacerlo fue la de asistir a los perdedores de la crisis, la segunda la covid y la tercera Putin. ¿Cuál será la siguiente?

Lo más hilarante es el argumento con el que tratan de respaldar su actuación: como antes se salvó a los bancos, ahora hay que salvar a «la gente». Nada más lejos de la realidad. Se rescataron las cajas que ellos mismos quebraron y se rescató a los Estados que, por salvar a esas entidades financieras, se colocaron al borde de la quiebra. Una intervención tras otra, ése ha sido el germen de la ruina que hoy nos acecha. Y lejos de corregir, nos empecinamos en el error.

Los ingresos o beneficios extraordinarios que pueda obtener una empresa, bien sea por la subida del gas, bien por la subida de los tipos de interés, son legítimos, producto de su actividad económica. Un día se gana, al igual que otro se pierde. ¿O es que pensamos rescatarlas cuando entren en números rojos? A partir de ahí, hay muchas formas de salvar a la gente. Podemos cobrarle cinco en impuestos para devolverle dos en forma de subvención y que nos dé las gracias con su amable voto. O podemos gastar dos en servicios públicos y dejarle tres en el bolsillo para que pague la luz, su hipoteca o lo que le venga en gana. Podemos dar a los hijos 400 euros para gastar en el cine o dejar los 400 euros en el bolsillo del padre para que pueda hacer una compra desahogada.

Han optado por la intervención. Y sonreímos porque creemos que pagamos algo menos por la luz, con suerte la hipoteca no subirá demasiado y Yolanda Díaz logrará que hagamos una compra saludable y barata en el Carrefour. Pero llegará el día en el que la voracidad de aquellos que nos gobiernan no tenga nada más a su alcance para intervenir que nuestros ahorros. Y descubriremos que la intervención no es la palabra mágica que resuelve de un plumazo nuestros problemas, sino una expropiación de lo que legítimamente hemos atesorado gracias a nuestro esfuerzo. Ese día de nada servirá rasgarse las vestiduras, porque nadie escuchará nuestro lamento.