Hambre
Las revoluciones, hasta la rusa, comienzan por el hambre y en España ya se pasa hambre, por mucho que Garzón o Díaz quieran regular los menús escolares y la cesta de la compra
Alberto Garzón está a punto de aprobar un decreto regulador de los menús en los comedores escolares, impulsado por la evidencia de que «somos lo que comemos», como somos lo que leemos, lo que dormimos, lo que cobramos y lo que votamos.
Se trata de que los niños coman productos ecosostenibles, que es la etiqueta inventada para encarecer los tomates de huerto de toda la vida y justificar la existencia del Ministerio de Consumo Gusto, la canonjía inventada por Pedro Sánchez y pagada por ustedes para satisfacer las cuotas podemitas en el Gobierno bonito.
Nada que objetar a esa pretensión: la obesidad es un problema evidente en Occidente, aunque no hace tanto lo denunció el malvado Ignacio González en la Asamblea de Madrid y le pusieron a escurrir por hablar de gordos en un país de desnutridos y pobres que, cuando gobiernan los buenos, desaparecen: fue llegar Carmena a la alcaldía, por ejemplo, y de repente los dos millones y pico de hambrientos de la capital se volatilizaron milagrosamente, sin que la Miss Marple de la política tuviera siquiera que hacer croquetas para todos ellos y pudiera centrarse en no hacer nada.
Ahora tampoco hay famélicos, arruinados ni pobres, y si alguien lo pasa mal es por señores con puro, malvados eléctricos y derechuzos en general, frenados heroicamente por un Gobierno de la gente dispuesto a hundir el país para décadas si con ello llega vivo a las próximas elecciones.
Lo curioso del decreto de Garzón, por quien cabe congratularse de que esté vivo y con actividad aparentemente neuronal, es que asume con normalidad algo tan inusual como los problemas alimentarios existentes ya en España, en la misma línea que Yolanda Díaz, firmante igualmente de otra idea asistencial tercermundista como las bolsas de caridad del Carrefour.
Y lo sorprendente es que, en lugar de preguntarles qué demonios está pasando en España para que haya que salvar a los niños de la desnutrición y a sus padres de la nevera vacía, aceptemos el debate de si el menú escolar debe tener pez espada y la cesta de la compra tortillas para burritos.
La revolución bolchevique en Rusia no fue, en el origen, una respuesta ideológica del pueblo llano al absolutismo de los zares, sino una explosión de hartazgo de las madres cuando, tras hacer colas de hambre en las panaderías, no quedaban barras en la estantería que llevarse a casa.
Las propuestas de Garzón y de Díaz son una confesión implícita de que en España se pasa hambre y de que, para no reconocerlo y tener que imprimir cartillas de racionamiento, han optado por desviar la atención señalando a los supermercados y a las cocinas de los colegios, como antes a las eléctricas, después a la banca y siempre a los «hombre del puro», que en realidad están todos en Moncloa tocándose el habano a dos manos.
Cuando un Gobierno solo es capaz de garantizar hambre, frío y ruina, por una mezcla de errores propios e infortunios ajenos, tiene dos opciones: asumirlo y tomar decisiones históricas sin precedentes, que pasen por cerrar todo lo innecesario de esa selva pública que jamás sufre penalidades para dedicar las exiguas existencias a lo importante, o envolver sus ideas menores con palabras mayores a ver si cuela.
Y no hay mayor prueba de cuál ha sido su elección que escucharle a Garzón exigir quinoa, salmón y kiwi en un país donde el pan duro empieza a ser un lujo para tantos desdentados. Es el mismo que desaconseja el chuletón en una España que no tiene ni para pollo.