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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Cuatro Reyes en una foto

El maltrato a la Corona de medio Gobierno con la complicidad del resto es un problema de Estado que estallará si Juan Calos I se muere en el destierro

Ha sido salir en la foto juntos los cuatro Reyes y Reinas de España y empezar a babear los perritos de Pavlov Iglesias, tantos de ellos amontonados en un Gobierno que pretende tener dos almas pero solo dispone de un cuerpo.

El desafío al orden constitucional de Podemos, que se sirve de Juan Carlos I como coartada para un objetivo mayor, lo es también del PSOE, que eleva a categoría oficial lo que solo serían pintadas en el váter de la facultad de no haber aceptado el matrimonio de conveniencia.

El peor de todos ha sido Pablo Echenique, que también es el menos indicado: de donde vino no le hubieran tratado con la humanidad, los recursos y la comprensión recibidos en España, agredida sistemáticamente luego por un tipo que penaría por las esquinas de Argentina buscando un pañal para tratarse de lo suyo, que aquí felizmente es lo de todos.

El jumento en cuestión ha defecado la siguiente calumnia, con notable éxito entre los Robespierre de polígono que le jalean: «El problema no es que un delincuente fugado vaya a reírse de todos los españoles a un funeral de Estado. El problema es que, mientras esté vigente el art. 56.3 de la Constitución, Felipe VI podría hacer lo mismo que hizo su padre y luego echarse las mismas risas».

La barbaridad sería tan delictiva como residual de no reflejar la postura oficiosa de todo el Gobierno, por acción u omisión, resumida en una vieja frase de Monedero, el imitador de Gramsci que pasa por alimentar todas las hogueras de su partido, en la que fijó ya hace tiempo los objetivos: acabar con la Corona y con el centralismo para abrir un nuevo periodo constituyente.

La contestación a Podemos no debe distraer la atención sobre el verdadero problema de fondo, sacado a relucir con la brillantez funeraria del Reino Unido, capaz de convertir su luto en una fiesta nacional de reivindicación de sí mismo, pletórica, orgullosa y muy didáctica para las naciones que, como la española, tienden a la autodestrucción sin necesidad de la ayuda de extraños.

Porque un país donde se discute más la foto de dos Reyes que la de Sánchez y Otegi y se muestra más dadivoso con Txapote o Griñán que con Juan Carlos es un país condenado a la miseria en todos los órdenes.

El Rey padre ha cometido errores significativos, resumidos más allá de las inexistentes consecuencias penales en la evidencia de que el primer español no puede ser el último contribuyente. Pero los ha pagado con intereses, perdiendo primero el trono y después su hogar en el país que condujo desde la dictadura hasta la democracia.

Si ese balance no es suficiente para lograr lo que terroristas sanguinarios, corruptos condenados y golpistas reincidentes obtienen sin mayores problemas, el mensaje final es evidente: dejar morir a un Rey en el exilio y permitir volver a su casa a un pistolero equivale a allanar el camino para que la revolución, que es enemiga por igual de la Monarquía y de la República, imponga su manto de caos, ajustes de cuentas y pobreza.

Repatriar a Juan Carlos I, a tiempo parcial o total, para que lleve aquí una vida tranquila y razonablemente discreta, no solo es un acto de justicia y humanidad elemental: también es la manera de empezar a parecernos un poco a Inglaterra, un país que nunca permitiría que despreciaran su historia, pisotearan sus símbolos y enterraran a sus reyes sin honores.