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Ojo avizorJuan Van-Halen

España ditirámbica

Los ingleses nos han despreciado a través del tiempo pero somos buena gente. Y exagerados hasta el ditirambo cuando nos ponemos estupendos

Mi padre consideraba a mi madre, andaluza, una exagerada. Hace años, en Damasco, me dijo un profesor que la tendencia a la exageración la heredamos de los árabes; fueron testigos Gala y Caballero Bonald, andaluces ejercientes los dos. Nuestros siglos árabes habrían importado esa condición de exagerados a los andaluces y al conjunto de los españoles. Acaso así pueda entenderse la desmesura en el seguimiento en España de la muerte de Isabel II del Reino Unido, soberana de catorce Estados más de la Commonwealth. Pasados los días puede enjuiciarse el asunto con desapasionamiento.

No insisto en los valores, con luces y sombras, de un reinado de setenta años durante los que se ha transformado el mundo. Isabel II tuvo catorce primeros ministros de muy diverso calibre político desde Churchill a Johnson y Liz Truss, la decimoquinta recién llegada.

El seguimiento al minuto por las televisiones del fallecimiento, traslado de los restos, exequias y enterramiento, páginas y páginas dedicadas en medios escritos, números especiales de revistas, atención masiva en las programaciones radiofónicas… resultaron agobiantes y acaso hacen de España el país, no ligado a la órbita de Londres, en el que se siguió más la muerte de una Reina de personalidad singular que, según quienes la conocían y escribieron durante decenios sobre ella, era fría como un témpano, poco apegada a sus hijos desde la infancia, incomprensiva ante sentimentalismos familiares, impasible cuando en momentos duros hubiese debido ser cómplice del sentir de su pueblo y, además, singularmente alejada de España que visitó solo en una ocasión pese al parentesco que une a las dos familias reales tanto en la línea del Rey Juan Carlos como de la Reina Sofía.

El empecinamiento de la Reina Isabel en que la luna de miel en el Britannia del Príncipe Carlos de Gales y lady Diana Spencer comenzase en Gibraltar, pese a que el Rey Juan Carlos le sugirió cualquier otro puerto español, supuso que nuestros Reyes no asistiesen a la boda. Desde la ocupación, con engaño, del Peñón por los ingleses en 1704, y el Tratado de Utrecht de 1713, Londres, aprovechando nuestra guerra civil, ocupó ilegalmente el istmo y una franja de territorio español. Gracias a ello tienen aeropuerto. En tres siglos no ha variado la posición española respecto a Gibraltar con gobiernos de todo signo en la Monarquía y en las dos Repúblicas.

Esa mantenida posición unánime fue rota en tiempos de Zapatero que aceptó, por primera vez en tres siglos, una reunión en el Peñón con presencia ministerial española, inglesa y gibraltareña al mismo nivel, con importantes concesiones, ignorando la postura de la ONU sobre la última colonia en suelo europeo. También en esta gestión Zapatero fue dañino para España. Y hemos conocido más sorpresas aunque menores. El elogioso pésame del PP de La Línea a las autoridades de Gibraltar –que inmediatamente utilizó Picardo, el «ministro principal»–, las condolencias ditirámbicas de tantos, y la reverencial postura de quienes deberían conocer la Historia. Una cosa es el comunicado protocolario y correcto –como el de Feijóo– y otra distinta el pésame regado de exageraciones elogiosas.

Los ingleses son muy majos para los españoles si excluimos la Historia. La formación de coaliciones antiespañolas; el empuje a la división y pérdida de nuestro Imperio; el fomento de la piratería contra España que supuso el robo del oro español, con elementos letales como sir Francis Drake; el acoso constante en América; las ocupaciones de Menorca en el siglo XVIII y de Gibraltar aún vigente; las interesadas acciones contra Napoleón en las que España puso el territorio y los muertos mientras Wellington y los suyos salvaguardaban aquí sus islas; el oxígeno ideológico y financiero para el desgaje de nuestros virreinatos ultramarinos… Y tanto más.

Hemos sido exagerados en la manifestación del dolor. Sin contar, como reflejo colateral, el beneficio para Sánchez; mientras la Reina fallecida copaba los medios, los españoles pasábamos a un segundo plano su pésima gestión. Los días de luto autonómico, bienintencionados, fueron un aldeanismo, una lectura parcial de la Historia. Y nos quejamos de la «memoria democrática» que contempla el pasado con un solo ojo. Los ingleses nos han despreciado a través del tiempo pero somos buena gente. Y exagerados hasta el ditirambo cuando nos ponemos estupendos.