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El astrolabioBieito Rubido

Plegaria del sábado

Yo rezo el sábado, mientras camino, al Dios bueno, al de los pobres, al de los niños, al de los humildes, al misericordioso. Probablemente en pocas ocasiones, como ahora mismo, he necesitado más de Dios

El lector conoce ya mi costumbre de escapar en la mañana del sábado de la prosaica actualidad. No crean que es una falta de compromiso. Nunca había estado tan preocupado como ahora por la derrota que España está sufriendo a manos de una clase política mediocre. Y aquí me permito incluir a casi todos, aunque hay que reconocer que tan abrasivo y tóxico como Sánchez no ha habido ninguno. Es cierto que no es lo mismo el sanchismo y su ausencia absoluta de valores, que aquellos partidos con principios, cuya ideología alienta todavía la idea de la defensa del interés general.

Insisto, de todos modos, en que prefiero dedicar los sábados a la descompresión política. Desde muy pequeño, siempre me gustaron los sábados. Es el día por excelencia del descanso. El día en que no pasa nada. A lo mejor es el día ideal para recordar. La nostalgia en pequeñas dosis es altamente saludable. Nos demuestra que ya hemos sido y que merece la pena seguir siendo. Disfruto de la mañana del sábado, cuando suelo salir a pasear sin rumbo alguno, transitando los caminos urbanos, donde me cruzo con gente cuyas vidas imagino y a donde, probablemente, los prejuicios me llevan, como tantas veces, al error. En ocasiones, hasta alcanzo el portal de un hermano o de un amigo. Incluso voy a escuchar cómo mis nietos hablan cada día más, cada día mejor. Y sus voces me traen ecos del futuro, cuando en realidad me empeño en recordar los escombros del tiempo que se fue. Un empeño estéril, agridulce, pero para mí necesario; en qué me equivoqué, y las ausencias se convierten en los agujeros negros de la emoción. Yo ya he saltado ese muro en muchas ocasiones, ya me he quedado apostado sobre la barra de aquella cafetería donde todavía el café sabía a café. Yo ya me dormí debajo de una higuera, mientras añoraba el calor de la mejilla de mi madre, una mujer como la que no había ni hubo ninguna. Y ahora el sábado, con su lento discurrir, entre la vida y la muerte, en este Madrid, donde el otoño se vuelve plácido, con una textura de terciopelo, yo rezo para seguir creyendo en el futuro, para que no me alcance la soberbia, tal vez el único pecado que no se puede perdonar. Yo rezo el sábado, mientras camino, al Dios bueno, al de los pobres, al de los niños, al de los humildes, al misericordioso. Probablemente en pocas ocasiones como ahora mismo he necesitado más de Dios. Supongo que como la inmensa mayoría. Cuanto más creemos avanzar en la tecnología y en el progreso, más lo necesitamos, porque, en realidad, nuestras dudas nos siguen atormentando, incluso en mañanas como la de hoy.