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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

La querella fiscal

Solo quien no quiera mirar dejará de ver que la unidad de la Nación se encuentra amenazada

La bajada de impuestos en algunas comunidades gobernadas por el PP ha puesto un poco nervioso al Gobierno. En principio están en su derecho para hacerlo, ya que poseen la competencia. Si se trata de medidas tan nefastas y perjudiciales para el Estado de bienestar, no dejarán de pagarlo en las urnas. Si es manifestación de pura demagogia, el sabio electorado no dejará de castigarlo. Si la bajada beneficia a los ricos y no a todos a quienes afecta, solo la exigua minoría opulenta pagará los servicios prestados con votos.

Lo cierto es que las personas aspiran a reducir lo más posible la carga impositiva que pesa sobre ellas. Parece esta una tendencia natural de la humanidad. Si se ha obtenido lícitamente, la riqueza pertenece a su propietario. Eso no impide el deber moral de utilizarla correctamente y de luchar contra la miseria, ni la función social de la propiedad. Ya no entendemos con los romanos que la propiedad sea el derecho a usar y abusar de lo que nos pertenece. Lejos de mí la idea de que todo impuesto sea un robo, pero sí es una especie de expropiación forzosa que debe ser justificada. Los parlamentos nacieron en la Europa medieval (años bárbaros y oscuros) precisamente para aprobar los gravámenes que pretendían cobrar los reyes. Es natural que la determinación de la cuantía de los impuestos obedezca a motivos y principios ideológicos. Así los liberales claman por su reducción y los socialistas anhelan su incremento, sobre todo si son ellos los que van a gestionar el gasto. Pero, en cualquier caso, no es cierto que el incremento de su cuantía no garantiza el aumento de la recaudación. Por mi parte, prefiero la terapia liberal.

Gusten o no estas diferencias entre comunidades, se trata de una consecuencia del Estado de las Autonomías tal y como ha sido configurado en España. No se puede aceptar, pero solo a beneficio de inventario. El Gobierno no puede pretender que solo puedan ejercerse las competencias con arreglo a su criterio. Y tampoco se puede exigir una «armonización» al alza, pero no a la baja. Creo que la igualdad de los españoles ante la ley y en general se resiente cuando existen tan notables diferencias de derechos y prestaciones entre unas regiones y otras. No hace falta ser un rendido jacobino para sostenerlo. Es acaso fácil diagnosticarlo cuando ya ha sucedido, pero el Estado de las Autonomías ha fracasado en el intento de poner coto al separatismo y al nacionalismo. Es cierto que existen grandes diferencias entre los miembros de un Estado federal o cantonal. Pero el caso de España es singular. No es fácil encontrar un Ejecutivo europeo que, como el nuestro, gobierna en coalición con populistas neocomunistas y apoyado parlamentariamente por nacionalistas y separatistas. Es evidente que la querella fiscal no es un episodio más en la disolución de España, pero sí constituye un elemento de invertebración e insolidaridad. Solo quien no quiera mirar dejará de ver que la unidad de la Nación se encuentra amenazada. Pienso que un atento lector de la intervención de Ortega y Gasset sobre el Estatuto catalán en las Cortes republicanas no habría redactado el Título VIII de la Constitución ni empleado el término «nacionalidades». El filósofo no era partidario de un centralismo absoluto y había hablado de «la redención de las provincias», pero nación no había para él más que una: España. El nacionalismo es un error fatal de perspectiva. Ama lo propio y desdeña, incluso odia, lo ajeno. Estoy más cerca de querer ser también inglés, alemán o italiano (pongamos, estimar como propios a Shakespeare, Goethe o Leonardo) que solo español. Pero el nacionalismo es algo peor que un error de perspectiva. Stefan Zweig afirmó, en El Mundo de ayer, que es la peor creación del hombre.