Al fin, el otoño
¡Ay, aquellos tiempos en los que el estío, se pasaba siempre con ropa de frío!
Al fin, y después de muchos sufrimientos, ha llegado al norte de España el otoño. Durante el mes de agosto, en Cantabria –de soltera, Provincia de Santander–, ha lloviznado un día. Cuando yo era niño, el equipaje veraniego era paquidérmico. Diez hermanos. Nuestra madre facturaba siete baúles, con trajes de baño, niquis –ahora polos–, chubasqueros, gabardinas, gorras para resguardarse del sol en la playa y gorros de invierno.
en los que el estío,
se pasaba siempre
con ropa de frío!
Un mes de agosto fue terrorífico. Todos los días, lluvia, vendavales, chubascos y frío. En el interior del Bar Pepe en Ondarreta, un sevillano genial, Alfredo Álvarez Pickman, gran pescador de altura, campeón del mundo de pesca de atún en compañía de Luis Fernández de Gamboa, se desmoronaba de melancolías. Estaba casado con una norteña de pura cepa, Rosario Urquijo, a la que el mal tiempo nada le afectaba. Pero Alfredo disminuía cada mañana de tamaño, se encogía, y una tarde se armó de valor y le comunicó a su mujer su drástica decisión.
–Rosario, esto no hay quién lo soporte. Mañana me voy a Sevilla.
–Estás loco, Alfredo. He leído que en Sevilla han llegado a los cincuenta grados a la sombra.
–No te preocupes. Procuraré no estar a la sombra. Pero me voy a Sevilla–. Y se fue a Sevilla, como está mandado.
En el occidente de La Montaña, los prados sepias, las vacas con una tristeza en la mirada difícil de aguantar, y las playas abarrotadas. Se han vendido centenares de casas y prados a incautos y primerizos veraneantes norteños, que se creen que todo el monte es orégano. Los campings hasta el tope. En muchos de ellos han prohibido las caravanas, para no perder sitio disponible. Y los restaurantes, los buenos, los menos buenos, los regulares y los malos, llenos de clientes en diferentes turnos.
–No creo en el cambiu climáticu ese, pero lo de este año ha sido rarísimu– comentaba uno de los viejos del lugar, sabios de la meteorología, que vaticinan el tiempo con reglas que jamás se equivocan.
–Hasta que no pasen las nubes por la vaquería de los Cofiño, no cae una gota–. Y las nubes no han tenido, al menos este verano, el detalle de sobrevolar la vaquería de los Cofiño en Caviedes.
Este servidor de ustedes, que abomina del calor, y que lleva el otoño en su físico por el paso devastador de la vida cumplida, ha rejuvenecido gracias a la lluvia, que cae sobre nuestro norte con persistencia y alegría. Aquí, al otoño le dicen «el tardíu», el tardío, que encaja en la Poesía. Los antiguos vascongados dividían el año en lunas, pero el batúa que hoy impera y se habla ha terminado con la tradición.
Septiembre, primer paso del otoño, era «irailla» la luna de los helechos; octubre, «urrilla», la luna de la escasez; noviembre «cemendilla» la luna de la sementera y diciembre «lotasilla», la luna del bosque detenido. El otoño y la primavera son las dos estaciones nobles, la caída y el renuevo, esa ilusión de cada año por vivirlo una vez más. La primavera no forma parte de la amargura. Antonio Mingote lo dibuja con maestría. Un campo florecido, y un hombre vestido de negro increpando a las flores. «Primavera, primavera, ¡todos los años con la misma lata!».
Hoy escribo del otoño porque me desahoga. En pocas semanas, las hojas ocres y sienas. Aquellos versos de Foxá, en su otoño de niño en la Casa de Campo.
Penumbras de eucaliptos, y el auto de la Reina
del radiador dorado, cruzando silencioso,
sus neumáticos blancos, dorados de hojas secas.
Al fin, el otoño