Fascistas
El auge de las Melonis se explica por el abandono de la izquierda, cuando no la agresión, a las necesidades y valores que han dado sentido a la ciudadanía
A Rajoy le tildaron en España de la «peor ultraderecha de Europa», una etiqueta transformada en ungüento pallesqui para curar los golondrinos de la izquierda: cuando no sabe qué decir, cómo reaccionar y dónde actuar, saca el comodín fascista y «epiteta» a todo lo que se mueve.
Fascistas han sido o son Casado, Feijóo, Abascal, Rivera, Aznar, Cayetana, Arrimadas, Ayuso, Moreno, usted, yo y el perrito piloto: hasta Ferreras, que elevó a Podemos y ahora es la excusa de Iglesias para intentar montarle un emporio al señorito Roures, es ahora franquista para la izquierda zángana, caracterizada por un neopuritanismo redentor que deja a las brujas de Salem convertidas en meras aprendices de mal de ojo.
Todo es fascista, salvo los fascistas de verdad: el nacionalismo racista y el populismo de checa, socios de cama de un Sánchez con los mismos escrúpulos ideológicos que un buitre leonado con la carroña. Le vale todo, si todo le sirve.
El éxito de Meloni, con ese aire de verdulera, ha reactivado la alerta antifascista que estrenaron con la primera toma de posesión de Juanma Moreno en Andalucía hace cuatro años, lo que en sí mismo define la sobreactuación de los partisanos sobrevenidos: hay que ser muy zote para colgarle esa etiqueta al presidente andaluz y muy vago para pensar que con ese se cumple con el trabajo.
La explicación del auge en Italia, Francia, España, Suecia, el Reino Unido y media Europa de partidos que no hacen rehenes es más sencilla: cubren el hueco, a menudo a brochazos, que deja la política tradicional a la hora de atender las inquietudes y expectativas de la ciudadanía.
Barcelona ha ofrecido un ejemplo de ello este fin de semana, en las fiestas de la Mercè, saldadas con una foto de resumen del legado de Ada Colau: puñaladas, asesinatos, asaltos y saqueos en plena vía pública de tipos a cara descubierta que carecen por completo de temor alguno a la respuesta legal a sus excesos.
Mientras la izquierda sustituya el debate necesario sobre la seguridad ciudadana, la limpieza urbana, la gestión de la inmigración irregular, el empobrecimiento masivo, la ausencia de valores, la descolonización cultural, la indefensión de la familia y la falta de urbanidad por una agenda, maniquea y estúpida a partes iguales, sobre la sororidad, la inclusividad, las inexistentes fobias colectivas y la ingeniería social; bastará con que la Meloni de turno acepte contestar a los problemas reales o sentidos de la ciudadanía para que arrase en las urnas.
No tiene otro misterio: mientras Sánchez pelea contra enemigos imaginarios, propone medidas absurdas y sustenta su política en la división y la imposición de un canon ideológico castrante; ahí fuera la gente pasa miedo, hambre y frío y está hasta las narices de que primero le saqueen, después le abandonen y por último le insulten.
El fascismo no existe, pero nada está haciendo más por el desarrollo de la política testosterónica que este antifascismo de salón, cobardica, pijo y profundamente sectario que convierte a la chusma en víctima de la sociedad y a la sociedad en culpable por resistirse.