Fundado en 1910
Perro come perroAntonio R. Naranjo

La chusma

La inseguridad, el vandalismo y la desprotección campan a sus anchas en un país que reacciona restringiendo derechos a los ciudadanos y dándoselos a sus enemigos

Un chaval ha muerto tiroteado en Fuenlabrada, en otra batalla más protagonizada por las bandas latinas. En Barcelona son legión, en Madrid salen de caza los fines de semana y en Alcalá de Henares reventaron las fiestas de verano con una noche de machetes largos que convirtió la ciudad de Cervantes en el Saint Dennis de la final de la Champions.

Las salvajadas protagonizadas por esas tribus son ya incontables, y a ellas se les suman otras perpetradas por chusma similar, autóctona y foránea; que parecen haberse asumido como algo inevitable en las grandes urbes, más empeñadas en esconderlas que en darles la respuesta política, policial y legal oportuna.

Dedicamos grandes discursos, sobresalientes presupuestos y notables reformas legales a pelar contra problemas inexistentes, residuales o políticamente hinchados, como la homofobia, el racismo o los asesinatos machistas, que gozan de un afortunado rechazo social y estadísticamente no suponen una amenaza global por mucho que nos repugnen; pero sí son una excusa para montar un buen negocio económico y político de una recua de vividores que necesitan inflamarlos para seguir chupando del bote.

Pero apenas merecen atención las agresiones diarias a la convivencia, los delitos de sangre reiterados, la falta de protección en los barrios y la galopante inseguridad ciudadana que campa a sus anchas ante nuestras narices: bandas latinas, quinquis españoles, menas y menos, okupas y gentuza en general, de dentro y de fuera, se sienten impunes en esas pequeñas Gomorras que van conquistando palmo a palmo el terreno donde vive, abandonada, la gente de bien.

En la Barcelona de Ada Colau, según los datos del propio Ayuntamiento, uno de cada cuatro vecinos dice haber sufrido un atraco. Y la memoria oficial del Ministerio del Interior reconoce una subida del 40 por ciento de los comportamientos con consecuencias penales: tener una alcaldesa esperpéntica, criada en esas mismas sentinas, explica una parte del fenómeno, pero no lo hace del todo.

Porque en el Madrid de Ayuso y de Almeida también pasa lo mismo y no hay cincuentón que no viva con congoja la salida nocturna de sus hijos ni la diurna de sus padres, sin descartar que a él mismo le atropellen escenas más propias de El país de las últimas cosas, de Paul Auster.

¿Qué cojones nos está pasando para que algo tan obvio como la seguridad, la limpieza y el orden, bases de la libertad, se hayan convertido en una especie de imposiciones fascistas, cuya mera invocación resulta polémica en un país que discute más los derechos del okupa que los del propietario y atiende mejor al delincuente que a la víctima?

¿Y cómo diantres hemos asumido que la mayor inseguridad real coincida, a la vez, con la peor época de restricciones, de limitaciones de la libertad y de castrante censura política a la gente que no hace nada malo?

«No vive quien no vive seguro», decía Quevedo, pero siendo eso ya un horror cotidiano, peor es comprobar cómo el Gobierno, el de España y casi cualquiera, se sirve del miedo para atenazar al ciudadano por su bien mientras mira para otro lado ante las amenazas que realmente padece.

Nos cerca la chusma, pero el poder solo sabe auxiliarla para que nos dé más a gusto una paliza mientras, encima, nos echan la bronca.