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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Recuerdo

Lleva tiempo aprender que, como los vampiros de Bram Stoker, sobre los espejos a los cuales se asoman, los hombres no ven nada. No hay nada. Salvo lo que ellos inventan, adosándolo a su nombre. Descubrirse transparente es descubrirse humano

En un casi ya póstumo poema, Wystan Hugh Auden se insurge contra Platón. Y clama por la gravedad del cuerpo joven que ha perdido: «No, Platón, / nada puedo imaginar / que me sea menos grato / que ser un espíritu etéreo». Cosas muy elementales comparecen entonces en su recuerdo: masticar, tocar, «o sentir el aire estival / o entender el habla y la música / o alzar los ojos a lo alto». Cosas triviales, en las cuales se atesora el milagro de ser, el milagro aún mayor de ser y saberlo.

En la tarde de ayer presenté mis Memorias. En compañía de tres interlocutores que puntúan pasajes de mi tiempo: el Fernando Savater de aquellos maravillosos desbarres de las asambleas en la Complutense a final de los sesenta; el Bieito Rubido que dio cobijo en ABC a mis más plácidos años de columnista y lo da ahora en El Debate; el Joaquín Leguina a quien conocí ya tarde y con quien acuerdos y desacuerdos fueron destellos de una misma cortesía, de una grave inteligencia. Y, en el sosiego de la conversación entre amigos, percibí que En tierra de nadie no es el título de unas memorias a las que pueda llamar mías. Que la «tierra de nadie» es un don que se ofrece sólo a quienes, para asentarse en ella, aceptan renunciar a todo. Porque la tierra de nadie es la patria del hombre libre. «Todo lo luminoso es tan difícil como raro», sentencia Spinoza. Pero vale la pena.

Entré en la filosofía de la mano de Pascal. Y aferrado a su axioma: «el yo es odioso». No podría hoy esquivar la paradoja: ¿qué evoca la memoria, si no es el «yo»? Evoca palabras, claro. Palabras que componen mundos: no los que el que escribe atravesó; los que a él lo atravesaron. Y que, al principio, pudo soñar que eran un espejo de su propio rostro. Porque lleva tiempo aprender que, como los vampiros de Bram Stoker, sobre los espejos a los cuales se asoman, los hombres no ven nada. No hay nada. Salvo lo que ellos inventan, adosándolo a su nombre. Descubrirse transparente es descubrirse humano. Y a dejar que el mundo que nos atravesó deje caer su palabra, a eso llamamos memoria.

¿Amamos ese jeroglífico que nos devoró? Lo amamos por eso: por habernos devorado. Y en ese «fin del viaje sin fin hacia ningún fin» que evoca T. S. Eliot escribimos lo que hemos visto, lo que creemos recordar que hemos visto: sea verdad o nos engañemos. Y esas Memorias son la declaración de amor a todo, absolutamente a todo, cuanto no fuimos. Infinitamente más que a lo que fuimos. Mas, ¿qué querrá decir «amor» en la voz de un septuagenario? Auden, de nuevo: «Los viejos, cuanto más aman, más solos se sienten». ¿«Se sienten»? ¿Y no habría debido, más bien escribir, «se saben»?

No, nadie en su sano juicio trataría de escribir sobre ese «yo» que ni vio ni verá nunca. Escribe sobre lo que pasó ante sus ojos, sobre lo que –fuera real o soñado– lo arañó con fogonazos que él ha de evocar en signos. Y no, al hacer balance de este En tierra de nadie, no puedo proclamar, como el intenso hombre de fe que fue el poeta británico, que «Dios me ha puesto exactamente / en el lugar en el que yo habría elegido estar». Puede que ni siquiera sepa yo del todo en dónde estuve. Sé sólo que no estuvo mal. No, decididamente, no estuvo nada mal.