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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Nunca iré a Dabid Muñoz

¿Somos todos ahora expertos en cocina ultra innovadora o existe un cierto papanatismo?

Nunca iré a cenar al local de Dabid Muñoz, aunque ya no le quepan más estrellas Michelin en el cartel. Me da igual que lo hayan elegido el mejor cocinero del mundo. Sin duda será buenísmo. Pero no me interesa, ni estoy preparado para valorar lo que ofrece, ni me gusta el concepto. Jamás me fundiré 350 euros en su «Menú de los cerdos voladores», aunque sea «un viaje por una cocina golosa, humanista, creativa y vanguardista donde todo es posible». Me parece un esnobismo incluso poco cristiano pulirse 350 euracos (más vino) en una cena cuando millones de familias españolas sudan para llenar sus mesas (y llámenme demagogo barato si quieren).

Me aburre, y me carga, la búsqueda de la modernez facilona en cada foto, en cada pose epatante y en cada corte de pelo (y que escriba David con b). Me gusta ir a un buen restaurante, como a cualquiera, disfrutar del arte de un chef con mano y pasar un rato de conversación grata en un local acogedor, o sorprendente. Sé distinguir el vino agradable del peleón y el champán fino del prosecco de batalla. He comido en antros, a veces con gran placer, y en sitios de postín, a veces bien y mal. Pero seamos francos, carezco de preparación y de economía como para invertir 40 o 50 euros en un platito de «sabu saabu de púlpitos al estilo chili crab con pimentón de la Vera», o para valorar qué tal está un «caviar asado en tandoori con curry vindaloo».

Tampoco creo que los cocineros sean los nuevos filósofos, a pesar de que se hayan erigido en los oráculos a los que hoy escucha la sociedad española. En realidad me temo que aportan muy poco cuando se lanzan a opinar sobre asuntos que escapan a su oficio. Me gustaría un país donde se escuchase menos a los chefs de laboratorio y márketing y más a los filósofos, a los catedráticos que se lo han currado, a los teólogos, a los médicos humanistas y a los científicos. Opino, y tal vez esté perfectamente equivocado, que en España con lo de la gastronomía hemos pasado de lo sublime a lo ridículo. Ahora mismo tenemos a mucha gente de pasta, que disfruta más con un rodaballo a la plancha o un pincho de tortilla, alabando con papanatismo una «explosión al vapor con cintas de equinodermos al pilpil», que probablemente les dice lo mismo que un concierto de txalaparta a Riccardo Muti.

Me reía de chaval de un jefe que tuve cada vez que aquel señor clamaba con anhelo por «los viejos platos de cuchara de antes, que ya no encuentro en ningún sitio». Pero me he hecho mayor y me sorprendo concordando con él, buscando los aromas y sabores de las abuelas, la pureza de aquellas materias primas, o los guisos sabrosos y sencillos. Probablemente me he vuelto conservador. O sensato. Me ha pasado ya el tren de los cocineros con cresta mohicana y las «explosiones hedonistas de sabores».