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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

12 de octubre: crepúsculo de las supersticiones

El 12 de octubre de 1492 marca el punto crítico de la mayor innovación científica desde que los griegos inventasen eso a lo cual llamamos nosotros matemática

Pasado su esplendor de hace dos mil seiscientos años, reducidos a venerables escombros sus bellos templos, degenerados sus dioses en actores de farsa, ¿qué nos queda de Atenas, nuestra Atenas? Tres cosas. Sólo. 1.– La escritura, que dio voz a la Tragedia: expresión, la más alta, del desasosiego humano. 2.– La segunda navegación de esa escritura: la que, tras recibir de Heráclito su nombre, «filosofía», edificaría entera Platón, condenando a los de luego a la nimia tarea de ir superponiéndole dos milenios y medio de notas a pie de página. 3.– La disciplina para la cual no existe el tiempo: la que garantiza el cálculo exacto de la superficie de cualquier cuadrado alzado sobre cualquier hipotenusa de un triángulo rectángulo cualquiera, sumando la superficie de los cuadrados alzados sobre sus cualesquiera catetos; la que resuelve la medición exacta de un edificio sea cual sea su altura; a lo primero, llamamos, hasta hoy, teorema de Pitágoras; teorema de Tales, a lo segundo. Y los griegos supieron que su geometría quedaría, después de que su mundo hubiera desaparecido.

El 12 de octubre de 1492 marca el punto crítico de la mayor innovación científica desde que los griegos inventasen eso a lo cual llamamos nosotros matemática: la redondez de una tierra cuyo diámetro podría ser mensurable. Y claro está que un puñado de matemáticos geniales –desde Aristarco de Samos en el siglo III adc– habían postulado que era así. Pero el cálculo formal es muy vulnerable frente la contundente avalancha de las supersticiones: fueron objeto de sorna, cuando no de castigo. Y claro está que la suposición de Colón de haber llegado al Asia de las especias era inexacta. Pero eso son minucias. El destino de la circunvalación estaba abierto. Quedaba su cierre empírico, que Magallanes y Elcano operarían tres decenios más tarde. Pero nadie, después de aquel 12 de octubre, tenía ya legitimidad teórica para defender el viejo mundo: disco de tierra plana que circunvalaba un océano de monstruos abierto al vacío. Cuesta hoy percibir la enormidad de ese momento: el mundo mágico, el único que los hombre conocían, había muerto; irrumpía un universo nuevo. Imprevisible.

¿Qué peso pueden tener, frente a esa mutación de la mirada humana, las futesas que enredan tanta estúpida discusión sobre dimensiones políticas o morales de lo acontecido? ¿En qué queda, el infantil capricho de valorarlo en positivo o negativo? La irrupción experimental, que fuerza a hacer crisis de un paradigma científico y exige otra formalización sobre supuestos ajenos, es infinitamente más grave –y más bella– que cualquier orgullo nacional, que cualesquiera vanidades imperiales. Imperios y naciones arrumban en el decurso del tiempo. Se deslió la Atenas clásica. Permaneció la inmaterial, lo que era sólo concepto: la geometría de Tales y Pitágoras. Se deslió el imperio de Carlos V. La esfericidad mensurable del planeta, nada podrá erosionarla: porque es concepto. Y, cada 12 de octubre, es la intemporal inteligencia humana lo de verdad memorable. Su irreversible victoria sobre inertes ignorancias, pesadas supersticiones.