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Perro come perroAntonio R. Naranjo

El acto de Vox en Madrid

Vox resuelve problemas complejos con soluciones demasiado sencillas, pero crece por la incapacidad de la política tradicional para hacerse preguntas instaladas en la calle

Actualizada 01:30

Hay dos maneras de metabolizar el rotundo acto de Vox en Madrid, secundado por los primeros ministros de Italia, Hungría y Polonia y por Donald Trump, que dista mucho de ser un político jubilado.

Una, que parece imponerse, es la combinación del silencio de sus rivales cercanos, como el PP, con los insultos de sus enemigos acérrimos, ésos que quieren acusar de otro delito de odio al grupo Los Meconios por burlarse de la dialéctica guerracivilista del PSOE y de Podemos con una actuación musical en el evento, tan discutible como legítima en un país que permite injuriar al Rey o ensalzar a etarras pero no bromear sobre el feminismo hiperventilado vigente.

Y otra, que sería la necesaria, intentar articular respuestas sensatas a las preguntas que solo se hace Vox, recogiendo un sentir cada vez más incipiente en la calle ante el cual la política tradicional hace oídos sordos.

No se trata de debatir sobre si la inmigración o la inseguridad son dos problemas de una magnitud cuantitativa apreciable, sino de entender que así lo creen inmensas capas de la población, las más humildes especialmente, y darles algo más que omertá, moralina y ninguneo.

Solo la socialdemocracia danesa se ha atrevido a adentrarse en esas aguas procelosas, ofreciendo una batería de medidas que aquí se considerarían de extrema derecha y allí han convencido a mayorías sociales suficientes.

Mette Frederiksen ganó las elecciones en 2019 prometiendo decisiones que luego aplicó, como vincular la concesión de subsidios a los inmigrantes a las cotizaciones que ellos aportaran o, en su defecto, a la realización de servicios a la comunidad en jornadas de 37 horas semanales.

Nadie se escandalizó y el danés, progresista a su manera por naturaleza, aplaudió la iniciativa al entender que no se estigmatizaba a nadie por su origen, pero sí se le convocaba a contribuir al sostenimiento de un estado del bienestar inviable si la población subsidiada asfixia a la activa. Algo que sería mucho más razonable si incluyera a los autóctonos: si no es la raza, de verdad, que no haga distinciones al respecto.

La seguridad y la identidad nacional son las otras dos banderas huérfanas de partidos que no sean concebidos como radicales, lo que en la práctica equivale a insultar a sus votantes y a caricaturizarlos, en falso, como una especie de energúmenos extremistas.

El avance de fuerzas que no tienen ese complejo evidencia que, más allá del brochazo, existe un temor generalizado en Europa a que el precio de valores razonables como la tolerancia, el mestizaje o el cruce de culturas sea el anticipo, en realidad, de una derrota de lo propio.

Vox resuelve problemas complejos con soluciones demasiado sencillas, como si todo fuera una cuestión de arrojo, pero se atreve a plantearse las cuestiones que nadie más afronta en el páramo castrante que es la sociedad moderna, paralizada por un neopuritanismo que convierte en apóstata todo aquello que se salga de sus insoportables cinturones de castidad política.

¿Quién no se ha preguntado alguna vez si es razonable que la Constitución proteja a partidos que quieran cargársela y se plantee que, puestos a hacer referendos reformistas, quizá haya que hacerlos sobre la ilegalización de esas formaciones? ¿Y quién no se ha indignado, alguna vez, con ese vecino español o extranjero que vive eternamente de la sopa boba y ha profesionalizado, incluso en familia, el acceso eterno a subsidios y ayudas pagadas con riñones ajenos?

¿Y quién no se ha escamado de que las andanzas de unos niñatos en un Colegio Mayor activen a la Fiscalía para tramitar la gracieta como un delito de odio pero las violaciones en manada magrebí disfruten de un tupido velo corrido por la corrección política?

Lo que refuerza a Vox, como a Meloni, Trump, Orbán o Le Pen, no es la degradación de la cultura general y la sobrealimentación artera de sus instintos más bajos; sino la negativa del resto de la política a sumergirse en problemas reales o al menos sentidos y la imposición, de remate, de una agenda de obligaciones doctrinales alejadas de la cotidianeidad de una parte enorme de la ciudadanía, que se siente abandonada en lo que sufre e intervenida en lo que tiene.

Si alguien quiere cargarse a Vox, que deje de mirar para otro lado o, peor aún, de activar parvularias alertas antifascistas. Y que hablen de los mismos temas, con datos reales, soluciones concretas y un respeto a sus votantes: el negacionismo, sea cual sea, siempre es la antesala del fracaso.

Y negar que la gente está preocupada por su barrio, su dinero y su integridad es la manera más estúpida de alentar fenómenos que no se van a detener con moralina barata y desprecios masivos, sino con pedagogía, decisiones y un camino intermedio entre la nada y el «sujétame el cubata».

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