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Oscura claridadClara Zamora Meca

La memoria democrática no existe

Tratando de ser constructiva, y no sólo crítica, propongo otra nomenclatura más afín a la realidad: «Ley del respeto al dolor ajeno»

Hay personas que tienen la capacidad de expresarse con una verborrea incesante, apabullante e, incluso, sorprendente. En la esfera política son frecuentes los casos. Podría considerarse incluso como virtud poética –que no política– lanzar un discurso en público bien armado, con dominio de una terminología acorde con el tema y, en realidad, no decir absolutamente nada. Para conseguirlo se requiere de sangre fría, cierta picaresca y muy poca vergüenza. «Señores, he venido para explicarles los presupuestos. Les diré los números para que todos sepan cómo vamos a gestionar su dinero. Sí, ese que ganan con su esfuerzo, ese que no queremos que se pierda en cuestiones intrascendentes. Los que tienen menos, deben tener más. Así será, señores, gracias por venir». Aplausos, saludos, sonrisas y despedida.

En política, esa misma «virtud poética» también se utiliza para establecer etiquetas, es decir, para identificar los distintos ministerios, las leyes, los cargos, etcétera, tratando de definirlos con pocas palabras. En general, la población no se para a pensar el verdadero significado, acepta las nomenclaturas sin más. Alguna ha habido brillante a lo largo de la historia, por ejemplo el término ley seca, pero de un tiempo a esta parte no es lo frecuente. La llamada Ley de Memoria Democrática, texto de 66 artículos que se estructura «en torno al protagonismo y la reparación integral de las víctimas de la Guerra Civil y la Dictadura», es un auténtico insulto para el español lúcido de formación media, partiendo de lo más elemental: su nombre. Se trata de una aberración lingüística similar a la del otro término tan recurrente: «memoria histórica».

La memoria siempre es histórica. Lo diré de otra manera: la memoria necesita que hayan sucedido cosas para tener vigencia; por lo tanto, si los hechos ya han sucedido, es pasado, es decir, es historia. El término es un epíteto, como la nieve blanca o el dulce azúcar. En la misma línea de ridiculez verborreica está el término «memoria democrática»: ¿ya no hay democracia?, ¿sucedió? ¿qué hay que recordar? Y, sobre todo, ¿con qué fin? A todos los españoles, absolutamente a todos, nos afectó de alguna manera la Guerra Civil del 36. Yo no era ni un proyecto entonces, evidentemente, pero mi abuelo materno, un prestigioso médico de vivísima vocación, vio truncada su carrera por el bando republicano, decidiendo éste por él cuál iba a ser su destino para ejercer la medicina. Eso cambió la vida de mi madre y, por tanto, me repercutió. ¿Qué memoria se aplica aquí? ¿Cómo van a compensarme?

No existe la memoria democrática, porque la democracia es un sistema vigente. Quizás quisieron decir «memoria del acceso a la democracia»; pero, insisto, ¿cuál es la finalidad? La historia particular de cada uno es la que nos hayan contado nuestros familiares. Según el grado de amargura de cada familia, así será la herencia emocional que cada cual haya recibido. Está claro que conviene seguir hurgando en las heridas de los más limitados en armas intelectuales y formativas. Pero, por favor, al menos, no nos insulten de manera tan primaria con las etiquetas, que tonto del todo no hay casi nadie. Tratando de ser constructiva, y no sólo crítica, propongo otra nomenclatura más afín a la realidad: «Ley del respeto al dolor ajeno». Así, ambigua, como el Ministerio de Igualdad, como los discursos del presidente, hagan memoria.