Chusca picaresca antisilbidos
La calidad de las personas, la pasta de la que están hechas, se percibe en los pequeños detalles
Mucho se ha filosofado, incluso en las tascas, sobre cuáles son las fuerzas que determinan el carácter de las personas. ¿Marca la genética nuestra forma de ser de una manera indefectible? ¿Estamos modelados por la educación que hemos recibido? ¿Somos fruto de ambas improntas? ¿Pueden cambiar los seres humanos, o en el fondo arrastramos de por vida los mismos defectos y virtudes?
Desde mi experiencia vital me inclino a pensar que las personas apenas variamos. Creo que podemos mejorar, por supuesto, pero solo acometiendo un tenaz esfuerzo volitivo.
Hace unos meses, a la salida de una reunión, me abordó una persona que durante su etapa de instituto había compartido entorno amical con determinado personaje. El hombre simplemente quería aportarme una advertencia anónima sobre con quien tenemos que lidiar. Me explicó que aquel joven que había tratado in illo tempore era «lo peor», «el típico que humilla al débil y hace la pelota al fuerte». «Ninguno del grupo habríamos creído jamás que pudiese llegar tan lejos, no habríamos reído», añadió.
Probablemente aquel joven al que se refería no ha cambiado con el paso de los años. Simplemente es leal a una naturaleza marrullera, donde prima el interés del propio ego casi a cualquier precio. Su biografía pública está punteada por el gusto por el engaño, la trapaza, la doblez... Aquella votación-trampa en Ferraz tras una cortina. La tesis doctoral con la sombra del corta y pega. El asalto al poder por la puerta trasera y con unos aliados inimaginables. Las mentiras flagrantes en las promesas electorales. La contaminación partidaria de las instituciones, tras haber garantizado que las haría más independientes…
Con tales precedentes, nada es de extrañar. Pero a veces las marrullerías resultan ya tan pueriles que se convierten en un bumerán que golpea al propio pícaro por su zafiedad. Si llegas unos minutos antes que el Rey, como ordena el protocolo, te expones a que el pueblo soberano, que no te traga, te dedique una estruendosa sonata de abucheos y pitidos. ¿Solución? Llegar un pelín tarde, dejar plantados a los Reyes un minuto dentro de su berlina, y acto seguido utilizarlos de parapeto para eludir los silbidos del respetable. Una chiquillería, que refleja, una vez más, la pasta de la que está compuesto el personaje. La calidad de las personas se percibe en los pequeños detalles (y por cierto: resulta muy extraño que haya llegado tarde, pues dados sus antecedentes, lo normal es que hubiese aterrizado con su Falcon en plena Castellana).
En fin, a ver si se abren pronto las urnas y nos brindan la oportunidad de devolverlo a su umbral natural de incompetencia, del que nunca debió haber salido.