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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Gran lección republicana al sanchismo

La Guerra Civil no fue una lucha maniquea de orcos y elfos, como absurdamente quieren hacer ver unas leyes doctrinarias y revanchistas

José Falcó Sanmartín, nacido en el barrio chino de Barcelona, tuvo una vida muy azarosa. También muy dilatada. Se murió en Tolouse, en el Sur de Francia, en 2014, a los 97 años. Era un mecánico de aviación jubilado, de nacionalidad francesa. Pero había algo más: en su juventud había sido un as de la aviación como piloto de guerra republicano durante la Guerra Civil. De hecho, durante el reinado de Juan Carlos I el Gobierno español le había reconocido el grado de coronel.

Falcó estudió en los Maristas de Barcelona y luego se licenció como perito industrial. Pero el vuelo del «Plus Ultra» de Ramón Franco le había suscitado una perenne fascinación por la aviación. Así que cuando estalló la Guerra Civil decidió alistarse para ser piloto. Resultó uno de los mejores. Abatió ocho aviones enemigos y se convirtió en el primer español al frente de la Escuadrilla de Vuelo Nocturno. El 10 de febrero de 1939, con la guerra ya perdida, escapó a Francia cruzando los Pirineos. Fue arrestado y acabó en un campo de prisioneros. Reclamado por un familiar desde Argelia, pudo rehacer su vida allí y más tarde, en Francia.

El 6 de febrero de 1939, seis aviones de la Legión Cóndor atacaron por sorpresa y con éxito el aeródromo gerundense de Garriguella, donde los republicanos habían agrupado más de una veintena de sus naves. Falcó fue uno de los pocos que logró despegar su Polikarpov I-15 y plantar cara. Se cree que aquel día abatió a dos pilotos enemigos. Uno de ellos se llamaba Friedrich Windemuth, un muchacho de Leipzig de su misma edad, 24 años. El teniente Falcó ametralló su avión y una bala alcanzó el corazón del joven sargento de la Legión Cóndor. Su cadáver fue repatriado a Alemania.

Con la llegada de la democracia, Falcó volvió a visitar España con cierta frecuencia. A finales de los setenta, unos campesinos ampurdaneses le contaron que se había levantado un sencillo monumento en recuerdo de un piloto de la Legión Cóndor caído por allí. Era una lápida a la sombra de un ciprés, situada en una zona de viñedos y coronada por una cruz de Malta. Rezaba lo siguiente: «Aquí, el 6-2-1939, luchando por la España nacional, cayó Fiedrich Windemuth, nacido en 27-5-1915 en Leipzig». Nada más.

Cada vez que venía a España, José Falcó depositaba bajo la lápida flores que recogía por el campo y adecentaba aquello si era menester. «Acabamos encontrándonos aquel día y murió él. Pero podía haber sido yo», explicaba. En su corazón perduraban los elegantes códigos de honor de los pilotos de la Gran Guerra.

El modesto recuerdo a Windemuth sufrió un primer ataque vandálico en 2009. Ahora se ha producido otro, en el que han destrozado toda la parte superior de la lápida. Es notable, y digno de encomio, que las mayores quejas han llegado de la llamada Asociación de Aviadores de la República (Adar), dedicada a conservar su memoria. «Supone un ataque a la dignidad de los combatientes y a la propia voluntad de respeto de un aviador republicano como Falcó. Condenamos totalmente ese acto injustificable», ha explicado su presidente: «Creen que atacan el fascismo y lo que atacan en realidad es la memoria y dignidad de los combatientes. Era también un monumento a Falcó y al modo en que él honraba el recuerdo de un enemigo».

Una gran lección republicana frente a las burdas leyes de «memoria» del zapaterismo y el sanchismo, que convierten una Guerra Civil llena de matices y contradicciones en un relato pueril y maniqueo, donde elfos republicanos sin mácula se habrían batido contra orcos nacionales, malos todos ellos por naturaleza. A José Falcó, héroe republicano y exiliado, le desagradarían profundamente estas leyes, que anulan el respeto mutuo y el esfuerzo de perdonarse para reabrir heridas de hace 86 años y echarles sal. En la elección entre la humanidad o el rencor, nuestra izquierda se ha abonado a lo segundo. Falcó cortaba amapolas silvestres para adornar la lápida de su enemigo. Otros solo traen cieno.