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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Ni una piedra

El Gobierno de España se lo da todo a los vascos separatistas, para que dejen de matar, y a los catalanes traidores, para que abandonen su permanente chantaje identitario

Tres de los más grandes poetas de nuestro Siglo de Oro, los tres madrileños, llevaban en sus venas sangre montañesa. De la Montaña de Castilla, que así se llamaba la provincia de Santander cuatrocientos años antes de que naciera Miguel Ángel Revilla. El Fénix de los Ingenios, Don Félix Lope de la Vega Carpio, Lope de Vega, de la Torre de la Vega, hoy Torrelavega, la que fue hasta pocos años atrás una importante ciudad industrial, en la actualidad vencida por el desinterés de la política autonómica uniprovincial. Don Francisco de Quevedo, el genio satírico, «soy un fue, y un será, y un es cansado», temor y burla de la Corte de Felipe IV, y enemigo del cabrón del Conde-Duque de Olivares, que lo tuvo encerrado en las mazmorras heladas de San Marcos de León por unos poemas anónimos, Caballero de Santiago. Y también Caballero de Santiago Don Pedro Calderón de la Barca –para Lope y Quevedo, Pedrito, por la diferencia de edad–, autor de La Vida es Sueño. Quevedo, de Vejorís, en el corazón del Real Valle de Toranzo, y Calderón de la ribera del Besaya. La noble familia Quevedo Villegas se trasladó a Madrid algunos años antes del nacimiento del genio, en busca de la economía perdida. Y Quevedo lloró el deterioro de su casona solariega, cuna de sus mayores, deshabitada de vida y de memorias.

Es mi casa solariega

Más solariega que otras,

Que por no tener tejado

Le da el sol a todas horas.

De su casa, no queda ni una piedra. Recientemente, se erigió en Vejorís una estatua en su recuerdo. Pero se trata de un monumento frío, sin huellas, sin referencias aproximadas. Quevedo fue un montañés bravo y un prodigioso poeta, autor del soneto más profundo inspirado en el amor más allá de la muerte. Sus tercetos se me antojan escalofriantes, y solo se acercaron a ellos, siglos después, los versos de Agustín de Foxá a la melancolía del desaparecer. De Quevedo,

Alma a quién todo un dios prisión ha sido,

Venas que humor a tanto fuego han dado,

Médulas que han gloriosamente ardido.

Su cuerpo dejarán, no su cuidado;

Serán ceniza, más tendrá sentido,

Polvo serán, mas polvo enamorado.

La Montaña, la provincia de Santander, es un paraíso emigrado. Vuelven a sus raíces todos los veranos, los indianos y los jándalos, los descendientes de varias generaciones de los montañeses que buscaron –y muchos encontraron– la fortuna en la América española, y los que, llegada la hora de embarcar, se quedaron en Andalucía, los «jandaluces», los «jándalos», donde dominaron los negocios de colmados, tabernas y ultramarinos. Pero la Montaña de hoy, Cantabria, autonomía uniprovincial, con apenas 500.000 habitantes, apenas influye en el resto de España. El Gobierno le niega lo que a otros concede porque su influencia electoral es menguada, y lo que es peor, menguante. La ganadería sufre, y la industria no se renueva. Cantabria, de soltera la provincia de Santander encuadrada en Castilla, y de niña la Montaña de Castilla, está destinada, antes o después, a volver a hermanarse políticamente con la fuerza de una gran potencia autonómica, Castilla-León. Y el puerto de Santander a retomar su privilegio de Puerto de Castilla. Llevaríamos años con el AVE hasta Reinosa –y quizá más–, y el respeto que nos niegan, entre otros motivos, porque el montañés siempre ha sido un ciudadano de paz y trabajo. Hoy, el Gobierno de España se lo da todo a los vascos separatistas –para que dejen de matar–, y a los catalanes traidores –para que abandonen su permanente chantaje identitario–. Las autonomías uniprovinciales de diseño, como es Cantabria, son como el cuchillo del hotel del aforismo de Jardiel Poncela. ¿Qué es una rueda? La que se pincha; ¿Qué es la leche? La que se corta; ¿Qué es un cuchillo de restaurante en un hotel? El que ni pincha ni corta.

Porque si todo va a Cataluña y al País Vasco, de la Montaña, de la honrada, maravillosa, culta y pacífica Cantabria, no va a quedar nada, como de la casa de los Quevedo en Vejorís.