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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

¿El arte o la vida?

«¿Qué vale más, el arte o la vida?» Sin duda de ningún tipo, el arte. Porque el arte es la vida sagrada, la única vida de verdad vivible: la finitud transfigurada en infinito

«¿Qué vale más, el arte o la vida?» Las dos descerebradas que han arrojado salsa de tomate sobre un Van Gogh quizá creían formular una pregunta. Pero las bestias no preguntan. Interrogar e interrogarse exige inteligencia. Las bestias embisten. Y es mejor dejar que se estampen solas contra el muro. No entiendo el esfuerzo invertido en despegarlas de la pared, a la que voluntariamente habían sellado sus manos. Más lógico hubiera sido consolidar el pegamento, llevarse el cuadro, aislar la sala y olvidarlas. Todos hubiéramos salido ganando. Las primeras, ellas.

El arte es una de las facetas primordiales de lo sagrado y un enigma básico de la condición humana. Los hombres mueren. Y, de todo cuanto puebla el universo, son los únicos en saberlo. ¿Cómo funciona una inteligencia que se sabe mortal y nada sabe de lo que morir significa? Desplegando lo sagrado: el universo de símbolos con los que la usura del tiempo puede ser exorcizada. No existe sociedad humana que no ponga en funcionamiento ese consuelo, sin el cual la vida de un animal consciente sería insoportable. A lo largo de milenios, esas investiduras de trascendencia han ido desplazándose sobre dispositivos diversos, que buscan siempre lo mismo: garantía de intemporalidad, que salve del hostil presente.

En las inmediatas postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, carnicería mayor de la historia humana, André Malraux reflexionaba –en el que es para mí uno de los más bellos libros del siglo XX, Las voces del silencio– acerca de la lección austera del Próspero de Shakespeare: «Estamos hechos de la materia de los sueños», somos «monstruos de sueños»; el arte no es otra cosa que su variedad más refinada. «El arte» –escribía Malraux en 1951– «no libera al hombre de ser tan solo un accidente en el universo; pero es el alma del pasado. Asegura a sus fieles que, aun cuando el hombre haya nacido para la soledad, existe en él un lazo profundo que lo une a los dioses que se alejan». Y la pintura ha sido, en el tránsito del siglo XIX al XX, el más alto momento de la sacralización del arte. A la sombra de Cézanne, de Gris, de Van Gogh, de Matisse, de Picasso…, se articula el último esfuerzo de los modernos por dar sentido al mundo.

«Tras cada obra maestra, rueda o ruge un destino domado. Y la voz del artista extrae su fuerza de haber nacido en una soledad que apela a imponer al universo acento humano». Esa fuerza, que la obra de arte materializa, es la que nos permite «soñar con la primera noche glacial en la que una especie de gorila se sintió misteriosamente hermano del cielo estrellado». Aunque el artista, al fin, fracase: porque toda obra, aun la del más grande, es inhábil para alzar un infinito.

Eso es Van Gogh. Como eso fueron Rembrandt o Velázquez. «¿Qué vale más, el arte o la vida?» Sin duda de ningún tipo, el arte. Porque el arte es la vida sagrada, la única vida de verdad vivible: la finitud transfigurada en infinito.