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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Spiriman

El doctor Candel rompió el monopolio de la protesta interesada y por eso provocaba miedo: su inmortalidad ahora solo cuesta un eurito

He buscado la despedida a Spiriman que cabría esperar de la marea blanca, de la izquierda andaluza, del jolgorio sindical que, salvo cuando hay puente o vacaciones y eso es muy frecuente, aterroriza al gentío con el inminente fin del Estado de Bienestar, que suele salvarse milagrosamente en el último momento, coincidiendo por casualidad con la firma del nuevo convenio colectivo.

No la he encontrado. Más allá de alguna frase de compromiso de una parte de la derecha, nadie en la política y pocos en el periodismo han encontrado en la muerte del doctor Jesús Candel una razón para el aplauso, el reconocimiento y la emoción que su vida, su muerte y su actitud exigían, especialmente en un país que regala la etiqueta de héroe, como la de villano o la de fascista, con una facilidad asombrosa.

Pero cuando se encuentra con uno de verdad, recela, se asusta, no sabe qué hacer con él y, por lo general, recurre a la kryptonita del prejuicio, la distorsión o el silencio para debilitar sus poderes y hacer invisible su obra.

Spiriman tomó su nombre del Spiribol, el deporte creado por su propio abuelo que él desarrolló para ayudar a niños marginados, vulnerables e inadaptados, pero se hizo célebre por su batalla en favor de la sanidad andaluza: si hubiera sido la madrileña, y en lugar de Chaves, Griñán o Díaz, hubiesen estado al frente Aguirre, Cifuentes o Ayuso; habría hecho y dicho lo mismo.

Con todos sus excesos retóricos, castigados incluso en ese tipo de tribunales civiles de oscilante criterio sobre el honor dañado; sus salidas de madre, sus brochazos y su verbo incendiario; lo cierto es que doctor el Candel logró que miles de ciudadanos anónimos se pusieran a su lado y que la clase dirigente tuviera que reaccionar.

Nadie hizo más, con menos y a cambio de nada, por una sanidad cuyas carencias son evidentes en toda España, en términos de retribuciones salariales para sus profesionales, de asistencia rápida en especialidades o de tiempos de intervención quirúrgica, entre tantas otras lagunas.

Y lo hizo sin una bandera política, sin el amparo sindical, sin unas siglas y unos intereses de parte que no fueran servirse de su conocimiento y de su valentía para lanzarse a tumba abierta en favor de un objetivo justo que todos compartimos y necesitamos.

Luego enfermó, del cáncer de pulmón que lo ha matado, y la misma energía dedicada durante años a defender la sanidad la empleó en hacer pedagogía de la enfermedad y terapia para los enfermos: Spiriman no siempre acertaba en sus opiniones ni en su tono, pero nunca falló en sus intenciones ni sacó nada de sus espléndidos logros.

Las unidades UAPO, destinadas a dar servicio oncológico a los necesitados, son junto a las millonarias cesiones de maquinaria médica de vanguardia de Amancio Ortega, los más enternecedores ejemplos de una filantropía auténtica, que en España suele tener una réplica deplorable de quienes se asustan cuando pierden el monopolio de la protesta o de la generosidad, en sus casos interesadas.

Muy pocos días antes de morir, Spiriman publicó un penúltimo mensaje ilustrado con un vídeo de sí mismo, cadavérico y sonriente, haciendo ejercicio en la cama, con la ayuda de un asistente.

Decía así: «¡Dame 24 horas más! Aunque estemos en la cama por la enorme cantidad de analgésicos, opioides, los dolores, el cansancio o la pereza que nos contagia el cáncer, siempre hay alguien que te puede ayudar. Por eso mi obsesión con ese puto euro al mes».

Se refería al humilde donativo que pedía con el último aliento, y pide ahora desde los cielos, para expandir las unidades de asistencia oncológica a toda España. En la antesala de la muerte solo hay ya verdad y pureza, la que les falta a tantos profesionales de la protesta que nunca le aceptaron y ahora, en realidad, se alivian por su desaparición. Un eurito cuesta su inmortalidad, hasta en eso Spiriman nos ha salido barato.