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HorizonteRamón Pérez-Maura

Nos morimos

Reconozco que empiezo a mirar la muerte de otras personas de distinta manera que hace veinte o treinta años. Desde que nacemos, cada vez nos queda menos para ese momento. Pero llega un momento en nuestra vida en que ese menos es mucho menos. El tiempo se nos escapa entre los dedos y nos damos cuenta de cuánto nos falta por hacer

Desde que nacemos todos marchamos hacia la muerte. Es algo que conviene tener presente y que con frecuencia tendemos a olvidar. O al menos a relegar en nuestra mente. Aunque de vez en cuando la muerte de alguien muy cercano nos golpea con enorme dureza y nos crea un trauma que nos cuesta superar. Confieso que yo lo he sufrido dos veces en mi vida. Por orden cronológico, la muerte de mi padre en febrero de 1994, cuando él tenía 57 años, casi la edad que yo tengo ahora. Yo tenía entonces 27 años. El trauma de perder a un padre a esa edad es algo más o menos normal, aunque confieso que me afectó bastante. Él era uno de los primeros niños con diabetes infantil que sobrevivió a la enfermedad gracias al tratamiento que le suministró el doctor Gregorio Marañón. En ese sentido era un superviviente que podía haberse muerto cuando era un quinceañero, pero vivió cuatro décadas más. En 2003 perdí a mi primera mujer, víctima de un cáncer contra el que había luchado durante cinco de nuestros diez años de matrimonio. Ella tenía sólo 38 años y yo un año menos y dos hijos de 7 y 5 años. Fue un golpe devastador, aunque yo sabía que íbamos a ese final desde tiempo atrás.

La semana pasada tuve conocimiento en menos de 24 horas de la muerte de dos personas que no eran amigos míos –soy muy restrictivo con el uso de ese término– pero sí personas cercanas, a las que traté mucho, admiré, y me dieron mucha confianza y ayudaron. Primero me enteré de la muerte del doctor Franco Sánchez Franco. Pachi Sánchez Franco era mi endocrino, que es el médico más importante que tiene un diabético Tipo I, lo que soy igual que lo era mi padre. Llegué a él hace unos cuatro años por recomendación de José Miguel Esteban, mi internista, y Sánchez Franco me cambió la vida. Era un gran lector de periódicos, recordaba su colaboración en el primer suplemento de salud que publicó ABC bajo el nombre «El médico responde» y su relación con el padre José Luis Martín Descalzo, que en Gloria esté. Dedicamos muchas horas a hablar de esta profesión, pero, sobre todo, dedicó más tiempo a mejorar mi calidad de vida. Hace año y medio me cambió el tipo de insulina con el que me trataba mi diabetes desde hace 25 años, diciéndome que si no lo hacía seguiría ganando peso por más ejercicio que hiciese. En un año he perdido doce kilos comiendo y bebiendo lo mismo que antes, con la excepción del desayuno, que efectivamente es de régimen, pero que yo preferiría suprimir completamente. No hará falta aclarar que me había vuelto una persona absolutamente dependiente de Pachi Sánchez Franco que me había mejorado tanto mi calidad de vida. El pasado jueves por la tarde llamé a su consulta a pedir cita para una revisión. Me comunicaron que ha fallecido. Se me quedó el corazón helado.

El viernes desperté con un mensaje en el teléfono que me había enviado Fernando Saavedra a la 1:09 de la madrugada: «Buenas noches, querido Ramón. Comunicarte que acaba de fallecer nuestro querido amigo César Nombela». Me quedé helado. Sabía que le habían operado de un cáncer la semana anterior, pero aparentemente todo había ido muy bien. Parece ser que la muerte fue por una causa colateral. Yo tenía una enorme admiración por Nombela, un científico de una inmensa sabiduría en áreas de las que yo no comprendo nada. Cuando en medio de la pandemia le consulté sobre las vacunas contra la COVID-19 explicando que yo me he puesto las correspondientes, pero aclarando que estaba preocupado porque en mi entorno tenía personas muy queridas que se niegan a vacunarse, me hizo una explicación que yo creí irrefutable –aunque tampoco valió de mucho–.

Era un inmenso científico que tenía una profunda fe católica y eso me ayudó a admirarle todavía más. Y es por eso que su sección en el programa de Juan Pablo Colmenarejo en COPE se llamaba «A ciencia y conciencia» y es también por eso por lo que abandonó la emisora en solidaridad con Colmenarejo y como manera de denunciar las formas del despido de éste.

Estas dos pérdidas cuando yo ya cuento 56 años me hacen reflexionar todavía más sobre la muerte. Afortunadamente la Fe nos abre una puerta de esperanza a que morir no es el final. Pero reconozco que empiezo a mirar la muerte de otras personas de distinta manera que hace veinte o treinta años. Desde que nacemos, cada vez nos queda menos para ese momento. Pero llega un momento en nuestra vida en que ese menos es mucho menos. El tiempo se nos escapa entre los dedos y nos damos cuenta de cuánto nos falta por hacer. Pero lo más importante es nunca olvidarnos de dar gracias a Dios por todo lo que Él nos ha dado. Y suplicar para que podamos compartir un poco más con nuestros seres queridos aquí. En la eternidad no habrá problemas de tiempo.