Palabras que matan
Si nos parásemos a pensar con elemental sosiego, deberíamos quedar estupefactos por el absurdo lógico de una sociedad que está recubriendo sus odios más atávicos, los más irracionales, con palabras que hoy nada significan, palabras de hace un siglo
Muy poco a poco, un hombre va aprendiendo a arrumbar la pesada armadura de sus supersticiones: la luz de la razón, paciente, pone sombras que perfilan aquellas certezas que heredamos. Y nos hace ir mirándolas en su complejidad: son las fantasmagóricas ilusiones de un mundo a la medida exacta de esos anhelos nuestros que eran sólo delirios, los delirios letales que nunca admiten serlo. Es grato dormitar en la honda madriguera que habitan las deidades, las plácidas palabras que reiteran certezas de la tribu. Afrontarlas como lo que son –mitos, leyendas de consuelo– es ser un hombre adulto. Pero es ya tarde entonces. Ésa es la paradoja quizá más inquietante de lo humano: aprendemos cuando el tiempo ha pasado. Así es la luz cenicienta del saber, dirá Hegel: «El búho de Minerva alza su vuelo cuando cae ya el crepúsculo».
España vive hoy sumergida en un primordial desbarajuste: desgarrada por bandos que no poseen más convicción que la de ver en el bando enemigo una, apenas disfrazada, amenaza diabólica. Si nos parásemos a pensar con elemental sosiego, deberíamos quedar estupefactos por el absurdo lógico de una sociedad que está recubriendo sus odios más atávicos, los más irracionales, con palabras que hoy nada significan, palabras de hace un siglo. Pero vivir en lo anacrónico arrastra siempre riesgos.
Palabras que crujen sólo como cascajo reseco: «izquierda», «derecha», «burgueses», «proletarios», «pueblo», «élites», «fascismos», «comunismos»… Hace un siglo, daban razón de odios homicidas, asentados sobre conflictos materiales insolubles. Hoy, no significan nada que concierna a realidad material de ningún tipo. Y se asientan sólo sobre la conveniencia de asentar los intereses salariales de unos pocos: los que viven del triste jornal de la política. Y, para consolidar ese sórdido confort, sólo para eso, despliegan, a través de los grandes medios de propaganda audiovisual, un bombardeo inclemente: el que busca dotar su huera cháchara de contenido, connotarla de afecto, trocarla en emblema de secta.
Son palabras que, en nada, rigurosamente en nada, conciernen al resto de las pobres gentes que vivimos, día a día, mediante el penoso esfuerzo de un trabajo del cual ellos quedaron de por vida exentos. La nebulosa de odio que llevó a Europa –y a España en ella– a la mayor matanza de la historia conocida, entre 1914 y 1945, ha quedado hoy en sólo coartada –tan poco épica coartada– sobre la cual asentar la perpetuación de un juego –«izquierda»/«derecha»– que sólo a un puñado de desalmados beneficia. Y que nos conduce a todos, de cabeza, al abismo.
No es nuevo. Blaise Pascal, en el deslumbrante siglo XVII, lo daba como el rasgo más definitorio del comportamiento humano: «Corremos despreocupadamente hacia el precipicio, después de haber puesto algo ante nosotros para que nos impida verlo». Ese algo se llama palabras. Nada mata más infaliblemente que su mal uso. Y es tiempo de decirlo. Aunque sea tarde.