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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Y los que se fueron

La herida de perder a un hermano elegido, que eso y no otra cosa es un amigo, ni se cicatriza, ni se cura, ni desaparece. Al contrario, se abre más cada día que pasa sin ellos

Me ha emocionado e inquietado el magnífico texto «Nos Morimos» firmado por Ramón Pérez-Maura y publicado en El Debate del pasado 18 de octubre. Inquietado, por cuanto vislumbro que a Ramón se le han aparecido en el horizonte las luces y sombras definitivas, a pesar de ser mucho más joven que yo. Cuando era niño, los mayores de setenta años se me antojaban ancianos decrépitos, y no me equivocaba. Mi héroe era don Joaquín Velasco, que con 100 años cumplidos, impulsado por una breve carrerilla, se apoyaba y saltaba sobre una esquina de la mesa de billar de la Real Gran Peña de Madrid. Y había más excepciones. He contado, y vuelvo a hacerlo, que en los treintaidosavos de final del prestigioso Torneo Mata para parejas mixtas en el Real Club de Tenis de San Sebastián, la pareja formada por Esperanza Aguirre (18 años) y por el arriba firmante (22), fue vapuleada por la compuesta por la condesa de Gomar (83) y Asís Alonso (74), si bien, pasados los años, bueno y justo es responsabilizar de aquel infortunado resultado a Esperanza Aguirre, nada felina en la red.

Nacemos y crecemos con la convicción de que veremos morir a nuestros abuelos y padres. Su desaparición nos produce una profunda tristeza, pero no el estupor de un fallecimiento inesperado. La muerte de un hijo o de un nieto, añade a la tristeza la incomprensión del hecho, el estupor que se siente ante una bofetada contraria a la naturaleza. Y lo mismo sucede –y de ahí partía la melancólica columna de Ramón Pérez-Maura–, cuando son los amigos, los hermanos elegidos, los que se marchan.

De muy joven tuve amigos mayores. No quiero presumir. Don Juan De Borbón, Antonio Mingote, Luis Sánchez Polack «Tip», Santiago Amón, el padre jesuita Ramón Ceñal, el místico que tradujo a Kant, José María Stampa, Juan Antonio Vallejo-Nágera, el profesor Rof Carballo, el conde de Teba, don Antonio y Juan Garrigues, Santiago Muguiro… Cuando fallecieron lo sentí en el alma y más allá del alma, pero estaba preparado por la lógica de la cronología. Pero la muerte de los amigos de la infancia, la juventud y la madurez, los de edad compartida, me enfrentaron a una brutal confusión y desamparo. Tres de ellos me han herido, con su ausencia, para toda la vida. Luis de la Peña Riva, la generosidad desmedida, duro como una roca, cuyo mayor empeño en la vida era el de disfrutar con la alegría de sus amigos verdaderos. Con Luis y con Graciela hemos pasado los mejores momentos de la vida en su paraíso del Horcajuelo, Sierra Morena. Y con Luis se fueron también, aunque sigan en el paraíso, Emilio y Juani, Pedro, Paco y Charo, Antonio y Yolanda, Juanillo… Todos los que guardan y viven en El Horcajuelo, el Cerro del Moro, Buenavista y la Dehesilla de Rojas. Volver allí sin Luis es como sentir el golpe de su muerte una vez más. Carlos Domecq Urquijo, que se mantuvo en pie, sonriente y siempre firme durante su último año, soportando con una hombría admirable un cáncer de colon. En él y Luis pienso y rezo todos los días. Lo mismo que con Fernando Satrústegui, el personaje más humilde y válido de cuantos he conocido, con su sentido del humor permanente, su ejemplo de cristiandad profunda, también escapado de golpe a los esperados, pero no confirmados, ámbitos del Misterio. La herida de perder a un hermano elegido, que eso y no otra cosa es un amigo, ni se cicatriza, ni se cura, ni desaparece. Al contrario, se abre más cada día que pasa sin ellos, y claro que nos morimos, pero lo hacemos con el dolor de sus ausencias. Y Perico, Adela y Vicky Ybarra, que me ofrecieron mi primera noche en Comillas, con Iñigo Oriol, en Gerramolinos, La Rabía, la casa más asombrosa del occidente de la Montaña.

Todos nos morimos, como en plena juventud mi cuñado Antonio Hornedo, saciado de hacer el bien y ayudar a los demás. Pero nos morimos más los que quedamos que los que se fueron. Ellos están en otras cosas, y nosotros llorándolos todavía.

Muy buen artículo, Ramón.