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Agua de timónCarmen Martínez Castro

Conservadores

Donde cabía esperar prudencia ha habido derroche de frivolidad y donde convenía gradualismo se ofrecieron respuestas radicales

A la vista del espectáculo caníbal protagonizado por los tories británicos se hace urgente rescatar el concepto conservador del maltrato al que está siendo sometido por quienes lo llevan en el frontispicio de su formación política.

Todavía no sabemos si el culebrón nos brindará un nuevo capítulo absurdo con el regreso de Boris Johnson o si, como decía un diputado de la desnortada mayoría, los adultos del partido se hacen cargo de la situación, pero lo visto hasta el momento es más que suficiente para concluir que las peripecias políticas de los tories británicos constituyen la antítesis de los atributos que definen el conservadurismo. Donde cabía esperar prudencia ha habido derroche de frivolidad; donde convenía gradualismo se ofrecieron respuestas radicales y frente a la seguridad y la certidumbre, que son los principales valores del carácter conservador, han brindado una desquiciada sucesión de bandazos ya fuera en la gestión de la pandemia, en las relaciones con la Unión Europea o en la política fiscal que finalmente tumbó a Liz Truss. Todo ello aderezado con una arrogancia impropia del saludable escepticismo que siempre caracterizó al conservadurismo anglosajón.

Empezó Cameron jugándose a cara o cruz dos cuestiones tan delicadas como la independencia de Escocia o la pertenencia de Reino Unido a la Unión Europea. Theresa May fue incapaz de reconducir al partido a la senda de la racionalidad y Boris Johnson logró por fin su propósito de convertir al Partido Conservador en el Partido del Brexit; por el camino fue pisoteando todas las convenciones imaginables sobre la ejemplaridad en política moderna hasta que lo echaron. Ahora Truss, que fue elegida en primarias por ser la más radical, ha sido despedida de manera fulminante porque esa radicalidad aplicada a la economía hundió la credibilidad del país.

Sin embargo, habrá que concederle a Truss la eximente de haber seguido la rutina en que se ha instalado su partido desde el Brexit: desafiar a la lógica e imponer la respuesta ideológica al margen de cualquier otra circunstancia. Bajar impuestos está muy bien, salvo cuando la situación del país te lo impide. Todavía hoy muchos votantes conservadores recriminan a Rajoy la subida de impuestos de 2012, sin recordar el agujero de 30.000 millones que se encontró en las cuentas públicas. Tampoco recuerdan que al mismo tiempo que subió los impuestos en 6.000 millones, redujo el gasto público en 9.000 para hacer frente a aquel desfase presupuestario. Hacer lo contrario de lo que hizo hubiera significado comportarse como Liz Truss.

Ella se instaló fuera de la realidad y ha recibido su castigo, pero sus correligionarios la eligieron precisamente porque les ofreció un mundo irreal; frente a la ortodoxia económica de Sunnak prefirieron las ensoñaciones liberales de Truss. No son los únicos que se han equivocado en las primarias. Ahora les toca volver a decidir y no está en juego una batalla ideológica sino la supervivencia del partido. Acaso lo desesperado de su situación les devuelve al principio de realidad que nunca debieron abandonar.