Fundado en 1910
El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Amputaciones

Que la ley de Irene Montero nos retrotraiga a legitimar las prácticas castradoras de siglos pasados, es algo que encaja bien en el plebeyismo populista

El motu proprio de Pio X Tra le sollecitudine, devuelve en 1903 la música sacra a sus usos tradicionales: «si hay que usar voces agudas de sopranos y contraltos, éstas deberán ser ejecutadas por niños». Y fecha así el ocaso de un negocio que fue tan discreto como próspero en Italia durante cuatro siglos: el de fabricar voces que aunasen la amplia tessitura y el timbre propios de un niño con la potencia que proporciona una caja torácica de varón adulto. Bastaba con impedir que la testosterona arruinase, en la ingrata pubertad, la pureza cristalina de los cantores. Se procedía, entre los siete y los trece años, a amputar el origen del estropicio. En casi todos los casos, la operación era solicitada por los padres, como modo de sostener a la familia con los ingresos musicales del amputado. Pero no faltaron casos en los que el temor a perder el don maravilloso de sus brillantes voces llevase a los niños mismos de los coros a solicitar voluntariamente ese privilegio de ser castrati.

Estoy escuchando, mientras escribo, la Opera proibita de Cecilia Bartoli. Y se me hace impensable que la belleza de su Lascia la spina haya exigido, desde que Händel la compuso en 1707, el privilegio de la castración para ser interpretada. Hoy sabemos que una mezzosoprano con su maestría puede dar hasta el último matiz de lo que la partitura exige. Cum dederit es uno de los momentos que más me conmueven en la obra de Vivaldi. Ni un átomo de su intensidad se pierde en las interpretaciones de dos contratenores con el virtuosismo de Andreas Scholl o Philippe Jaroussky. No, no se canta con la testosterona; se canta con largos años de escuela y disciplina, y con una entrega y un amor infinitos a la música. La castración de niños a mayor gloria del arte fue, durante siglos, sólo una amalgama abyecta de superstición, crueldad e incuria.

Ni superstición, ni crueldad, ni incuria me sorprenden. Que la ley de Irene Montero nos retrotraiga a legitimar las prácticas castradoras de siglos pasados, es algo que encaja bien en el plebeyismo populista. Porque es algo que va en el lote de lo peor en la condición humana, que es de lo que el populismo vive: la demagogia. Cuando escucho a un gobierno defender como garantía de libertad una ley que da soporte a la castración voluntaria –quirúrgica o química– de un menor de edad, es otro estupor, más profundo, el que me sacude: ¿podrá un día haber médicos dispuestos a practicar tal barbarie? Es esa la única pregunta que cuenta hoy. Y no hay silencio en el que pueda atrincherarse un profesional sanitario al que se le exija que ejecute una amputación mayor bajo el solo criterio de la voluntad de un niño.

Que los políticos están enfermos, moralmente enfermos, lo sé hace mucho. Lo sabemos. Habremos de constatar ahora si su enfermedad moral logrará ser contagiada a los médicos. O si éstos darán, al fin, ésa que es hoy una elemental batalla por la dignidad humana. Frente a la crueldad y a la superstición. Frente a la incuria.