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Distrito único y prueba de selectividad común

La experiencia de estos veinte años ha demostrado que se ha ido produciendo y consolidando unos criterios dispares en la confección y evaluación de las pruebas

En el año 2001, al comienzo de la segunda legislatura de Aznar, se puso en marcha el Distrito Único universitario. Eliminando las barreras hasta entonces existentes, todo alumno, con independencia de la localidad en la que hubiera realizado el bachillerato y la selectividad, podía ya solicitar la matrícula en cualquier universidad española. Era un paso de gigante para favorecer la movilidad de los estudiantes en todas las universidades de España. Además, se crearon las llamadas «becas Séneca» para facilitar que estudiantes pudieran cursar algunas materias en universidades distintas de las que realizaban sus estudios, algo así como unas «becas Erasmus» en el ámbito nacional.

Con estas medidas podíamos hablar cabalmente de un «espacio universitario español». Era, desde luego un camino en la buena dirección. Por cierto, a las prometedoras becas Séneca se las llevó por delante el vendaval de la crisis de la pasada década. Desaparecieron, como si fueran superfluas. Habría que reponerlas cuanto antes en una inteligente política de promoción de la movilidad.

Pero el sistema creado era imperfecto. Las pruebas de selectividad (que han ido adquiriendo diversos nombres, porque no hay nada que les guste más a los ministros de turno que poner nuevos nombres a las mismas cosas) obedecían a la misma estructura, pero sus contenidos y los criterios de evaluación quedaban en manos de las Comunidades Autónomas. La experiencia de estos veinte años ha demostrado que se ha ido produciendo y consolidando unos criterios dispares en la confección y evaluación de las pruebas. En palabras pobres, mientras en algunas Comunidades se mantienen razonables criterios de exigencia, en otras ha prevalecido lo que en la jerga estudiantil se llama «coladero». Estas diferencias están creando notorias injusticias, pues –como sabemos– para lo que sirve realmente la selectividad es para elegir (en función de la «nota de corte») qué carrera cursar y dónde hacerlo. Y el alumno se juega esa fundamental elección por apenas unas décimas.

La única solución para resolver esta injusticia y la degradación del básico principio de «mérito y capacidad» es establecer una prueba única para todo el espacio universitario español con los mismos contenidos y los mismos criterios de evaluación. Realizar este tipo de prueba no reviste especiales dificultades técnicas. Basta que exista un organismo que pilote y coordine la prueba en colaboración con las Comunidades Autónomas y Universidades. Las dificultades son de orden estrictamente político: el mal de los «particularismos», agravado por el veneno nacionalista en algunas partes de España, que nos aflige desde hace tiempo. Son particularismos estúpidos, porque sólo contribuyen a erosionar la consecución del primer objetivo al que ha de tender toda educación superior: la calidad, asentada en el mérito.

La nueva reforma del ministro Subirats aborda el problema, pero no para solucionarlo sino para empeorarlo. Rehúye la prueba única para toda España y elabora un nuevo modelo de ejercicios que, por sus características, hacen prácticamente inviable la adopción de criterios homologables de evaluación, rebajan los contenidos y facilitan la «tentación» de menores niveles de exigencia. En suma, el nuevo modelo mantendrá o incrementará la inequidad del actual sistema, pero, también, hará un flaco servicio a las enseñanzas medias, ya que no servirá para estimular su mejora en conocimientos y competencias. Solamente una prueba única nacional sería un acicate para elevar el rendimiento de nuestros estudios de bachillerato, que tanto necesitamos. De nuevo, una ocasión perdida y un viraje atrás de la buena dirección.

La Comunidad de Madrid, ante la actitud de rechazo del Ministerio de la prueba única, ha formulado una propuesta que a más de uno nos ha sumido en la perplejidad. Propone un «Plan B» que consistiría en la realización de dos tipos de pruebas de acceso entre las que cada alumno podría optar: a) una prueba única en toda España, que permitiría la admisión en cualquier Universidad de España; b) una prueba autonómica que permitiría la admisión en cualquier Universidad de la Comunidad Autónoma.

Como la propuesta oficial de la CAM no entra en detalles (y ya sabemos que los detalles se los lleva el diablo), se parece más a una ocurrencia que a un modelo elaborado en serio. Porque, al tratarse de dos pruebas diferentes, los contenidos y criterios de evaluación serían diversos. Como el meollo de la cuestión es la «nota de corte» (que me permitirá elegir carrera y universidad en que cursarla), ¿cuál nota prevalecerá, la de la «prueba única en toda España» o la de la «prueba autonómica»? Si prevaleciera la nota de la «prueba autonómica», el Distrito único y el principio de movilidad habría saltado por los aires. Los estudiantes que optaran por la «prueba única», aunque fueran los mejores, quedarían relegados a la cola, a resultas de las vacantes que dejaran los que hubieran optado por la «prueba autonómica». ¡Triunfo total del particularismo autonómico! Si, por el contrario, prevaleciera la nota de la «prueba única», el modelo no serviría absolutamente para nada. La «opción autonómica» se convertiría en residual, para las vacantes que dejaran los que hubieran optado por la prueba nacional. Y no se me diga que las «notas de corte» serían intercambiables entre las dos opciones, pues ello conduciría sencillamente al caos.

La propuesta de la CAM sólo genera confusión en un debate que debe ser serio y riguroso. En mi opinión, quien desee un sistema universitario abierto y competitivo, que favorezca la movilidad y el mérito, y unas enseñanzas medias que progresen en conocimientos y competencias en toda España, sólo puede defender con uñas y dientes, con convicción y tenacidad, la prueba de selectividad común, la única que corresponde al Distrito Único Universitario, que es un bien para España. Lo que nos desvíe de este objetivo sólo es perturbador y contraproducente.

  • Eugenio Nasarre es expresidente de la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados