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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Pedro Sánchez no será candidato

Una teoría sobre el futuro del líder socialista a partir de un pasado ya conocido y lleno de trampas

En Sánchez opera siempre una regla no escrita pero empíricamente demostrable: hace siempre lo contrario de lo que dice, que es también lo opuesto a lo correcto. Aquel insomne lleva años durmiendo en la misma cama que la causa de su desvelo, el nacionalpopulismo, en la prueba definitiva de su catadura: dijo que esa alianza traería cartillas de racionamiento a España y pese a ello se amancebó, lo que evidencia lo que le preocupa su país si por preocuparse pierde él su trono.

Ahora lleva meses achacando «a los del puro» la teoría de que no será el candidato del PSOE en las próximas elecciones generales, lo cual probablemente indique que renunciará: tanta vehemencia en asegurar que no nos abandonará, por mucha insistencia en ese sentido de los poderosos, atestigua que lo hará en cuanto se fabrique una buena excusa.

Y ya está en ello: la cumbre de la OTAN, su aspiración a presidir la Internacional Socialista, la presidencia semestral de la Unión Europea y su pasión viajera por acudir a sitios donde no le conocen ni le silban presagia un salto internacional en una nueva modalidad de puerta giratoria: hasta ahora lo hacían de manera indirecta, ayudando a sectores que devolvían el favor con un puesto en el consejo muy barato al lado de las ganancias obtenidas.

Ahora, con Sánchez, el pago es directo: no hay chiringuito ni adefesio internacional que no haya sido regado por el aspirante a vivir del cuento en varios idiomas, adelantando con ello la retribución y el cargo que luego se cobrará, haciendo un buen negocio ambas partes en ese eterno mamoneo en el único sector, la industria política sin fronteras, que nunca padece los rigores que provoca.

No hace falta ser pitoniso para intuir que Sánchez nunca se presentará para perder y, dado que los pucherazos son técnicamente difíciles y estéticamente desdorosos, buscará una puerta de salida antes de pasar por el trance de ser vapuleado en las urnas.

Solo hay que recordar el currículo del personaje para entender que, con él, jamás ha habido un proceso electoral tranquilo: paralizó España un año por su empeño en el célebre «No es no», que fue una manera de ganar tiempo en un PSOE dispuesto a echarlo; obligó a celebrar dos elecciones generales en seis meses; destrozó al PSOE manipulando a los militantes para olvidarlos para siempre una vez obtenido su apoyo; impulsó una moción de censura con los jinetes del Apocalipsis populistas y separatistas para invertir el designio de las urnas y volvió a repetir elecciones para ampliar su distancia con Podemos y meterle en el Gobierno cinco minutos después.

La manipulación del CIS, el asalto a RTVE, el abordaje al Poder Judicial y la recreación de un parque temático del sanchismo con incontables medios de comunicación regados con dinero público no le va a dar para invertir la sentencia de los españoles, que se están votando encima desde hace años y lo harán con crueldad contra el personaje.

Y si Sánchez inició su viaje al cielo con una trampa, lo rematará con una fuga que ahora parece imposible, mañana solo será improbable y pasado será inevitable: quedarse para ver pasar su cadáver electoral, en una comitiva sin gloria, no parece compatible con el ego de un trilero convencido de su esplendor.

Una derrota en las elecciones autonómicas, donde todo el poder regional socialista está en peligro, incluso en Castilla-La Mancha y Extremadura, acelerará el proceso y abrirá la gran pregunta en el PSOE: ¿quién se atreverá a suceder al personaje? ¿No debería obligarle su partido a comerse en primera persona el marrón que él, y solo él, ha generado?

Y una cuestión más, ya para todos. ¿No deberíamos desear que Sánchez siguiera siendo presidente? Esto, que parece una contradicción, tiene su lógica: se merece gestionar el inmenso erial que va a dejar a su heredero, y sufrir el calvario que, en cualquier caso y con cualquier presidente, todos vamos a sufrir. No se trata de votarle, sino de obligarle a que se retrate, quitarle la máscara e impedir que, mientras todo se hunde, él esté en Washington o Bruselas tocando el arpa como Nerón en Roma.