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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Golpe de Estado permanente

Para los populistas –y Sánchez es ahora el primero de ellos–, la nación importa menos que el disfrute del Gobierno. Vivimos en el golpe de Estado permanente

Cinco años después, esta es la historia de un viejo republicano que morirá siéndolo. Y sabiendo que, como tantos otras cosas, también eso habrá sido sólo un sueño. Y no le importa. Es lo que cuenta: haber aprendido –a ratos, duramente– a entender que en nada le apasiona ya nada de lo que pueda concernir a la forma del Estado.

Puede fechar esa certeza. Hace cinco años. Era el 3 de octubre de 2017, en los locales del ABC que, por entonces, dirigía Bieito Rubido. A media tarde, toda la redacción se había plantado ante los televisores. Felipe VI iba a dirigirse a la nación. En Barcelona, el golpe de Estado quemaba sus etapas, a toda máquina, tras el fingido referéndum que el Gobierno de entonces toleró, en un acto de incompetencia suicida.

También él se plantó ante la pantalla más cercana. Desolado y probablemente más escéptico que los demás. Temía lo peor, puede ahora confesarlo. Temía que el Rey hiciera un discurso de compromiso: apelase a la buena voluntad y comprensión mutua y legitimase, así, la declaración de independencia sin demasiado dramatismo. Y sabía que, de suceder eso, se habría consumado lo peor. Porque una secesión territorial al margen de la ley no es un drama: es una tragedia. Que no sólo escinde al territorio dislocado; que borra a la nación misma, al tolerar que la ley sea transgredida.

Llegó entonces lo imprevisto. Desde la primera frase: «Buenas noches. Estamos viviendo momentos muy graves para nuestra vida democrática. Y en estas circunstancias, quiero dirigirme a todos los españoles. Todos hemos sido testigos de los hechos que se han ido produciendo en Cataluña, con la pretensión final de la Generalitat de que sea proclamada –ilegalmente– la independencia de Cataluña».

La clave del discurso real estaba en ese mínimo adverbio enfatizado entre dos guiones: «ilegalmente». Porque, en efecto, la declaración de independencia de un territorio, si se siguen los procedimientos que codifica la constitución para ello, puede ser un drama; no una tragedia. La violación de esos códigos recibe el nombre técnico de «golpe de Estado». Y es lo más trágico que puede acaecer a una nación.

Las veintidós líneas que venían después desplegaban la lógica de ese axioma. Alzaban constancia de la «vulneración de la ley» y el «quebrantamiento» de la democracia. Y acababan garantizando a la población española en Cataluña que «no estaba sola» y que el Estado defendería con firmeza la Constitución.

No había línea de retorno después de aquello. Quienes consumaron el golpe de Estado –pero también los miembros de un Gobierno español inexplicadamente pusilánime– sabían ahora que se enfrentaban sin remedio al muro de la ley. El envite de Felipe VI había sido enorme: en caso de triunfar, el golpe se hubiera llevado por delante la Monarquía, junto al sistema constitucional; en el caso de que el golpe fuera derrotado, el Monarca recuperaba un prestigio que los últimos años de su predecesor dejaron malherido.

Fue la segunda opción la que ganó la partida. Lo cual no era seguro antes del 3 de octubre. Los golpistas huyeron o fueron juzgados y condenados. Son las reglas del juego. Después, llegó Sánchez. Y los dejó en la calle. Y abordó una reforma del código penal que permitiera anular sus condenas. Y transformar la derrota golpista en victoria. Es tal el tiempo de locura en que vivimos.

Pero, para los populistas –y Sánchez es ahora el primero de ellos–, la nación importa menos que el disfrute del Gobierno. Vivimos en el golpe de Estado permanente. Pasados ya cinco años.