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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Montero y los asesinos congénitos

Montero y sus colaboradoras retornan a la edad de piedra: ¿el hombre?, una bestia homicida; ¿la mujer?, una víctima perpetua

Matar va en la más oscura carga de la estirpe humana. Los hijos de Caín matan y hablan. Y con esas dos constantes, la especie ha hecho su ruda historia. Matan varones y hembras: la muerte es el estigma, frente a cuyo acecho, mujeres como hombres construyen esas prolijas fortalezas de las convicciones éticas: siempre tan preciosas, siempre tan vulnerables. Y no es nunca una batalla ganada. Bajo la tenue capa de la civilización, late la tentación de borrar al otro. La ley veta esa tentación. Que acecha siempre. En la seca formulación de Freud: nadie prohíbe lo que nadie desea; la prohibición universal de matar es síntoma del universal deseo de matar. Y ese deseo no apunta sólo al enemigo. Su reversión sobre lo más amado es el espejo de lo monstruoso en nosotros. Porque sólo los humanos pueden ser inhumanos. Sea cual sea su sexo.

El estupor de la ministra Montero ante el presunto asesinato de una hija por su madre da signo del sectario hacer de todo hombre un asesino en potencia y de toda mujer una víctima en acto: infantilismo tan perfectamente majadero debería mover a risa sólo. El problema es que de esa idiotez se ha hecho ley: ley que postula la universal inocencia de media población, para mejor asentar la universal presunción de culpabilidad de la otra media. En la doctrina ministerial, todo poseedor de gónadas es, en principio, un delincuente. Y, llegado el caso, un asesino de poseedoras de ovarios. Que acabe por materializar o no su natural tendencia, es apenas una tilde. Delinque –para la señora ministra– la testosterona.

Hombres, mujeres… No, no es originalidad de las mujeres modernas, ni de sus varones, la destrucción de los hijos que surgieron de un lazo que más tarde abominaron. Los griegos dieron a eso bello canon literario. El momento más aterrador –por ser el más poético– lo alza Eurípides en Medea. Cabe imaginar el horror de los espectadores que presenciaban el mito primordial de la madre que mata a sus hijos para causar dolor al hombre que a ella dolor le ha causado. Y que escuchaban la admonición del coro: «Hijos malditos / de una madre que no es ya más que odio». Pero al que también arrebataba la compasión: «De todo cuanto respira y tiene conciencia, / nada hay más digno de lástima que nosotras, las mujeres». Dos milenios y medio de cultura europea acabaron por forjar, mediado ya el siglo XX, un mundo de sujetos idénticos ante la ley. Sólo entonces el lamento de Medea quedó abolido.

Y menos de cuatro años han bastado para que los populistas españoles destruyeran ese triunfo de la igualdad. Hoy, Montero y sus colaboradoras retornan a la edad de piedra: ¿el hombre?, una bestia homicida; ¿la mujer?, una víctima perpetua. No sé cuál de ambas designaciones es la más ofensiva; sé que rompen ambas con todos los ideales ilustrados. Y que, al principio de racionalidad jurídica, oponen un acto de fe: «Hermana, yo sí te creo». Que una mujer pueda matar igual que un hombre, las perturba. Tiene cura. Sencilla. Leer a los trágicos. No lo harán: Esquilo, Sófocles, Eurípides eran varones: asesinos congénitos.