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Ojo avizorJuan Van-Halen

Tertulias

El guirigay de las tertulias políticas es a veces un brillo artificial de gallináceos que se creen pavos reales. Quieren saber de todo pero nada en ellos me recuerda la Florencia del Renacimiento

Un amigo interesantísimo, ya fallecido, el catedrático Jaime Delgado, que según cuenta Areilza en sus Memorias estuvo a punto de ser ministro y no lo fue acaso porque era tan interesante como extravagante, opinaba que la tertulia es un género literario. Se refería a las tertulias cultas, tan jugosas en parte del siglo XIX y hasta casi finales del XX. Escritores y pensadores sembraban en los cafés genio e ingenio orales. Ya no hay tertulias literarias como aquellas. Desaparecieron al ritmo en que las cafeterías fueron desterrando a los cafés. Todo va más aprisa.

Asistí cada tarde, desde mediados de los sesenta a entrados los setenta, a una de las últimas tertulias literarias con solera, la presidida por Gerardo Diego en el Gijón, nacida en la postguerra, a la que en mi tiempo acudían, entre otros, José Hierro, Leopoldo de Luis, José García Nieto, Francisco Umbral, Enrique Azcoaga, José Luis Prado Nogueira, Luis López Anglada, a veces Fernando Fernán Gómez y Camilo José Cela cuando llegaba de Palma. Yo era el benjamín y me sentía como el monaguillo que se cuela en el Sacro Colegio Cardenalicio.

No me refiero ahora a esas fértiles tertulias literarias sino a las «de opinión», sobre todo a las televisivas. He participado en esas tertulias en radio y en televisión. Hace años durante varias temporadas asistí a la que dirigía Sardá en la SER; luego a la de Julia Otero en Onda Cero; con frecuencia a las de la vieja Intereconomía y esporádicamente a una en Telemadrid. Ahora de vez en cuando a la de Esparza en El Toro TV. Pero mi experiencia tertuliana no cambia lo que pienso. Respeto y sigo a los tertulianos y unas veces aprendo y otras me asombro y no precisamente para bien. Es natural.

A menudo la tertulia mediática es sinónimo de guirigay y en ella los participantes se quitan la palabra, lanzan ideas que solapan las demás y elevan el tono hasta hacerse ininteligibles. Rara vez el moderador –que comúnmente opina tanto o más que sus invitados– logra hacerse con las riendas del debate. En nuestras casas muchos seguidores atentos nos hacemos un lío.

El tertuliano es escuchado como si se tratase de un sabio en todas las materias y no lo es. No puede serlo. He escuchado a un tertuliano rebatir a un ilustre médico sobre medicina y a otro a un reputado economista sobre economía. Hay quienes siguen las tertulias como si lo que se dice en ellas fuese artículo de fe, pero los tertulianos, especie a la que ha dedicado sabrosos artículos mi viejo amigo Antonio Burgos, tienen sus opiniones que no valen más que las de quienes opinen lo contrario.

En las tertulias políticas hay que separar el grano de la paja. Uno escucha en ellas opiniones rigurosas y también juicios vacíos; muestras de inteligencia y memeces. La cuestión es si los receptores valoran unas y otras con rigor o dan idéntica credibilidad a lo acertado y a lo extravagante.

Las tertulias políticas permiten descubrir a los tertulianos que muestran y defienden su independencia del poder, del que manda en Moncloa, diferenciándolos de los que actúan de palmeros. Se ha hecho evidente en la era Sánchez. Un par de asistentes a una tertulia que sigo con interés son férreos defensores, hasta el ridículo, de lo que hace Sánchez, uno de ellos soberbia y descaradamente y el otro con sinuosidad inteligente. Son los que más cortan a sus compañeros y los que más se quejan cuando alguno de ellos les contradice. Son –o eran, ya no sé– buenos amigos míos, pero en estas apreciaciones no les otorgo el beneficio de la duda. No sé qué ganarán por su entrega perruna a Sánchez, superando al «Bueno, muy bien ¿no?» de Xabier Fortes, un lametón histórico.

Me quedo con las viejas tertulias literarias donde brillaban con luz propia los ingenios de su tiempo. Y otros, cuando nos tocó, teníamos la fortuna de asistir a ese brillo. El guirigay de las tertulias políticas es a veces un brillo artificial de gallináceos que se creen pavos reales. Quieren saber de todo pero nada en ellos me recuerda la Florencia del Renacimiento. Yo tengo mis tertulianos clásicos a los que admiro. Pero son pocos.