Por favor: ¡taburete no!
Es ley de vida, te vas haciendo mayor y un día, de repente, asumes que ciertas cosas supuestamente «modernas» te tocan la zanfoña
De un tiempo a esta parte ha surgido una amenaza que acecha sigilosa cuando sales a zampar por ahí: el diabólico taburete. «Está todo ocupado, pero tenemos una mesa alta», explica a modo de consuelo el amable camarero de la entrada del restaurante. Es decir: te ha tocado el fatídico taburete. Si no tiene respaldo, como ocurre muchas veces, te esperan un par de horas de suplicio, con la chepa doblada sobre la mesa y los riñones quejándose. Si además eres verticalmente contenido –es decir, bajito, como quien suscribe–, allá estás con tus pinreles colgado de manera antinatural. Pero está de moda. Y es decorativo.
No puedo con el taburete. Pero tampoco con la mesa sin mantel, que se ha universalizado (el gran momento llega cuando a modo de higiene suprema aparece el camarero y pasa una gamuza húmeda, de un colorcillo alienígena, que ha recorrido antes media docena de mesas arrastrando toda una colección de roña plural). No puedo con el inefable camarero o camarera con dos aretes en la napia, camiseta y tatuajes (feos) que se dirige a la mesa llamándonos a todos «chicos», cuando somos una colección de puretas cincuentones (ayer hubo una que directamente me llamó «cariño», como en una sedosa telenovela).
No puedo con esos restaurantes donde en vez de facilitarte la carta con los precios, el encargado te suelta con gran familiaridad aquello de «tengo fresquita la gambita de Huelva y un riberita de autor que sale buenísimo», preludio indefectible de un facazo cósmico en la minuta. Me cuesta un buen esfuerzo ganarme el parné, no soy rico, quiero saber previamente cuánto cuestan las cosas antes de pedirlas.
No puedo con que en tantos locales españoles haya «tataki de atún» y sea imposible encontrar un plato de lentejas. No puedo con el inefable cocinero-autor que sale a saludar por las mesas, cortándote el ritmo de la comida y obligándote a impostar un careto de sumo interés ante sus explicaciones, cuando en realidad te dan bastante igual, porque no eres experto en gastronomía. No puedo con los esnobs que acostumbran a devolver botellas de vino con gesto experto y displicente, sobre todo porque algunos de ellos probablemente no distinguirían en una prueba a ciegas un rioja de un borgoña.
Me supera que me metan un sablazo de 8 euros por una bolita de arroz con un trocito de pescado crudo encima (alias nigiri). Me agobia pelarme de frío en los restaurantes y que cuando comento que el aire acondicionado está muy fuerte y pido educadamente si lo pueden «bajar un poquito», el camarero me mire como si estuviese contemplado a ET el extraterrestre. Me cargan los locales de moda que pegan tanto las mesas para ganar más pasta que acabas enterándote de la vida entera de la suegra de los de al lado, incluso siendo duro de oído. Por último, me dan ganas de iniciar una huelga de tenedores caídos cuando el restaurante mete de repente música pseudo techno a un volumen que impide hablar, o cuando aparece una pesadísima cantante de pseudo jazz gritón, cuyas tonadas provocas que tengas que comunicarte a berrido pelado con el comensal que tienes al lado (como me pasó hace un par de meses en un templo de moda de la Castellana).
Un día, de repente, descubres que un montón de cosas que se pretenden modernas te resultan intragables. Mucho me temo que simplemente se llama hacerse mayor. Estoy entrando de lleno en la FAC (Fase Abuelo Cebolleta), cuya principal característica es una acusada pérdida de paciencia para las majaderías, los esnobismos y las tontunas de temporada, sea en la vida diaria o en la política. El filósofo inglés sir Roger Scruton convertía este tipo de queja en un elegantísimo y productivo elogio del conservadurismo. Y aún careciendo de su talento, eso es más o menos lo que pretendía hacer con esta fallida nota.