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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Burramia colegiada

Cierto que Irene Montero es una fosa abisal de la política, pero al final la culpa es de quien la ha hecho ministra y la deja hacer

La burramia populista de ultraizquierda, léase Podemos y su sopa de letras, tocó poder con las municipales de 2015. No ganaron las elecciones en casi ninguna ciudad importante. Pero se hicieron con las alcaldías de muchas de ellas por una razón sencilla: se las regaló el PSOE de Sánchez.

Una vez en la poltrona, el populismo comunista camisetero acreditó lo previsto: no sabían ni atarse los cordones de los zapatos. Las calles se empuercaron como nunca, las obras públicas se paralizaron y ya no surgía una sola idea de futuro. Su única labor consistía en saturarlo todo con una murga sectaria, vacua y resentida (una sobredosis de envidia un tanto extraña, toda vez que muchos de ellos son auténticos nenes de papá). Como prueba del analfabetismo burocrático con el que llegaron al poder, recuerdo la anécdota de una aguerrida edil de Manuela Carmena que nada más aterrizar en el Ayuntamiento de Madrid preguntó a sus funcionarios qué podían hacer para nacionalizar la energía eléctrica. Ese era el nivel.

Tras regalarles los ayuntamientos, Sánchez volvió a asociarse con el podemismo aceptando una coalición con Iglesias que diez minutos antes le provocaba insomnio. Podemos le dictó sus nombres para las carteras y el Consejo de Ministros se pobló de indocumentados: Ione Belarra, Irene Montero, Yolanda Díaz, Alberto Garzón, el gandul demagogo Iglesias Turrión y el flipadillo profesor Castells, que casi curraba menos que él. Entre toda esa alineación destaca por su furia burrámica Irene María Montero Gil, hoy de 34 años. Es evidente que no está cualificada para ejercer de ministra: estudió Psicología, trabajó unos meses como cajera de una tienda de electrodomésticos y luego medró por vía amatoria, gracias a su romance con Iglesias. Ese es todo su currículo.

Pero al menos podía vadear su ignorancia refugiándose tras el parapeto del sentido común. No es el caso. Lo que le mola es la política flipada. Irene María gasta una empanada ideológica impresionante. Vive instalada en los dogmas del llamado «feminismo queer», una extraña pasión por la homosexualidad que impregna a toda la pandi del Chachi Ministerio Arcoíris. Irene sale a salvajada por semana. Ha defendido que los niños tengan relaciones con adultos si les place. Se acaba de hacer un selfi en Buenos Aires con Cristina K declarando su «admiración por ella», cuando la dirigente argentina es epítome de corrupción y tiene a su país soportando una inflación del 100 %. Montero es también la ideóloga de las delirantes leyes trans y del «solo sí es sí».

Cuando el Gobierno del PSOE y Podemos presentó su proyecto de ley del «solo sí es sí», el Poder Judicial les advirtió claramente sobre que iba a servir para rebajar condenas por delitos sexuales. Jurídicamente aquello estaba pensado con los pies. Por supuesto, no escucharon. Resultado: ya son veinte los condenados que se han beneficiado de una norma que en teoría pretendía proteger a las mujeres. ¿Reacción del podemismo ante tan épica cagada? Tachar a los jueces de «fachas».

«El que con niños se acuesta, meado se levanta», advierte un gráfico y sabio dicho popular. La culpa de estos desparrames no hay que buscarla tanto en Irene Montero, que ha hecho lo que se espera de ella, pues de la burramia salen burradas, sino en aquel que para salvar su ombligo abrazó el esperpento encamándose con Podemos, Junqueras y Otegi. España se está chamuscando con los pirómanos al frente de los fogones.