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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Los juegos de la ministra

Gentes que cobraban sueldo del feminicida Irán, al mismo tiempo que se proclamaban feministas radicales en Europa

Irene se divierte. No hay más que verla. Y está en su perfectísimo derecho. Su ley se va a hacer puñetas: cosas de la tan machista judicatura española, el 53,2 por ciento de cuyos componentes son mujeres. Pero eso da lo mismo: ¡que siga el juego!

La diversión, decía el gran Pascal, es lo único que nos permite ir ocultándonos las sordideces cotidianas: y es «la única cosa que nos consuela de nuestras miserias, al impedirnos pensar en nosotros mismos». El filósofo da un ejemplo terrible: «¿De dónde viene que este hombre que perdió hace unos pocos meses a su único hijo y que estaba esta mañana tan alterado, no piense ahora ya en ello? No os asombréis, está por completo ocupado en ver por dónde pasa ese jabalí al cual los perros persiguen… Sin diversión no hay alegría; con diversión no hay tristeza». Y nadie va a negar que la de la ministra es una pandi muy alegre.

Nada hay que objetar a la huida en el juego. Si es que el jugador –la jugadora– va haciendo sus envites con recursos propios. Cada cual se sobrepone a la herida del tiempo como puede. Y al Aliosha del Jugador de Dostoievski nadie va a reprocharle que destruya su vida en la espiral del casino; quizá sí, que, ya de paso, haya arrojado al basurero la vida de los otros: la de la frívola pero adorable Pólina, antes que nada. Como es irreprochable que el diletante Clappique de La condición humana de Malraux agote en la ruleta de Shanghái sus insoportables minutos de tedio; que el vuelo de esos minutos en el juego arrastre la matanza de sus amigos, es algo ya un poco más serio.

Pero es que la política no es seria. Ni se paga sus juegos con recursos propios. El dinero que un político despilfarra no lo ha ganado con su cuota de esfuerzo en los tan prosaicos trabajos que devoran al vulgar ciudadano. Pagan los presupuestos generales del Estado: es decir, pagan los esfuerzos de esos mismos vulgares ciudadanos a quienes el Estado crucifica a impuestos. Sí, tiene razón Pascal, «un Rey sin diversiones es un hombre lleno de miserias». Igual, una ministra. A ambos se hace necesario dotarlos de una pandi que se ocupe de entretenerlos, «es decir, rodearlos de personas que tengan el maravilloso cuidado de hacer guardia para que no estén solos ni piensen en sí mismos»: para que no se aburran.

La primera tentación de hacer ministros a la chavalería de Iglesias-Montero se saldó, para Sánchez, con un remordimiento irresuelto: «No podría dormir tranquilo», cediendo una tal dosis de poder a gentes ética y políticamente descerebradas; a gentes que cobraban sueldo del feminicida Irán, al mismo tiempo que se proclamaban feministas radicales en Europa. Pero el remordimiento no pesa demasiado en alguien con la historia de Sánchez. La solución con la que dio fue brillante. Sería necio negarlo.

El doctor procedió a dividir el Gobierno en dos. No era un Gobierno de coalición. Era un Gobierno autócrata de Sánchez, en el cual de la socialdemocracia no quedó ni la retórica. Y era, acoplado a él, un Gobierno-juguete, sin más atribuciones que: a) entretener aburrimiento y vanidad de la muchachada populista, b) darles una capita de barniz adulto bajo la cual parecer algo, c) ingresar en sus cuentas corrientes sueldos que jamás su preparación –o la ausencia de ella– les hubiera permitido imaginar. A cambio de esto, los del clan Iglesias-Montero quedaban reducidos a la misma inanidad del niño que, en el asiento trasero del coche paterno, gira sin ton ni son su volante de juguete y sueña estar conduciendo.

Sobre el papel era brillante. Pero se necesita que las criaturas hayan alcanzado el suficiente crecimiento neuronal, para saber que su bienestar depende de no hacer nada, absolutamente nada. Hay que decir que el caudillo Iglesias pareció entenderlo. Y nadie recuerda que tomara una sola iniciativa en sus trece meses y medio de vicepresidencia. Su impuesta adjunta ha sido menos cauta. Puede que lo de hacer toda una carrera política como cónyuge genere ese tipo de frustraciones. No podía quedarse tranquila en su ministerio y cobrar a fin de mes y exhibirse en sus brillantes nuevas galas. Y no meter la pata. Le dio por legislar. Como si al niño del asiento trasero le hubiera dado por atizarle una patada en salva sea la parte a su papá y tomar el control del coche. Resultado: siniestro total. No, el suyo; el de todos. Hasta para hacer una mala ley de síes o de noes se necesita haber estudiado. Pero ella juega.

¿Hay un remedio para la adicción al juego compulsivo que todo lo destruye? Pascal, de nuevo: «Toda la desdicha de los hombres viene de una sola cosa, que es el no saber permanecer en reposo en una habitación». Y, donde dice «hombres», el matemático francés incluye también «ministras». Cosas del machismo, por supuesto.