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Cosas que pasanAlfonso Ussía

El negocio de la pena

Hebe de Bonafini, escrito sea sin el menor deseo de exagerar, fue una impostora, una aprovechada que destrozó un movimiento universalmente respetado, y elevó su odio hasta la punta de su pañuelo

La dictadura militar argentina fue terrible. Curiosamente, uno de nuestros más famosos, geniales y limitados humoristas, agasajado por el franquismo y superviviente de un fusilamiento que se inventó, Miguel Gila, se figuró perseguido por el régimen de quien le invitaba año sí y año no, a participar en la fiesta de La Granja de San Ildefonso, y se autoexilió. Como talismán de las izquierdas, Miguel Gila no eligió a Cuba, ni a la todavía vigente URSS, ni a Albania, ni a Bulgaria, para refugiarse de la falsa persecución franquista. Eligió Argentina, sometida a la dictadura militar de Videla, de Agosti, de Massera y finalmente de Galtieri, el que declaró la guerra al Reino Unido por la soberanía de las islas Malvinas, Falklands para los británicos. Aventura que terminó en un desastre para La Argentina, y al que unos grandes e inimitables humoristas argentinos, los geniales Les Luthiers, dedicaron una marcial marcha militar que terminaba de esta manera. «Perdimos, perdimos, perdimos otra vez». Porque Gila escapó, no del régimen franquista que tanto le había valorado, sino de la obligación de pagar a su abandonada primera mujer las cantidades que le exigió la Justicia.

Las madres de los desaparecidos se agruparon en la asociación de «Las Madres de la Plaza de Mayo», reivindicando a sus víctimas y recordando a sus familiares asesinados. Esta asociación fue recibida con todo respeto y cariño en todos los rincones del mundo. Sucedió que la asociación se dividió en dos partes cuando una de las madres, Hebe de Bonafini, impuso su carácter comunista y dictatorial en lo que era un movimiento de denuncia y protesta contra la brutalidad de la dictadura de Videla y compañía. Hebe de Bonafini se dedicó, desde entonces, a viajar por todo el mundo, pronunciar conferencias y ser recibida con todos los honores exprimiendo el negocio de la pena.

Una pena que ella no experimentaba cuando sus movimientos terroristas preferidos que asesinaban en el mundo libre cumplían con sus sangrientos objetivos. Fue una defensora entusiasta de la ETA, de las abominables carnicerías y fechorías de las FARC colombianas, y celebró públicamente, con porcino regocijo, el fallecimiento de tres mil personas en el atentado de Al Qaeda contra las Torres Gemelas, el World Trade Center de Nueva York. Haber sido víctima por perder un hijo brutalmente asesinado no concede la bula de comportarse con la misma inhumanidad y perversión que sus denunciados. Hebe de Bonafini, escrito sea sin el menor deseo de exagerar, fue una impostora, una aprovechada que destrozó un movimiento universalmente respetado, y elevó su odio hasta la punta de su pañuelo.

Viajes, invitaciones, buenos hoteles, tontos rendidos ante su presencia y un gran rendimiento del negocio de la pena. La llegada de la familia Pingüina al poder en Argentina salvó a Bonafini de una investigación promovida a petición de muchas de sus antiguas compañeras de dolor, para averiguar el destino de los fondos internacionales que había acumulado durante su exitosa gestión mercantil de la tragedia.

Años hacía que no aparecía por ninguna parte. Debo reconocer que si alguna vez me pregunté qué habría sido de ella, supuse que había fallecido. La pobre –es un decir–, desapareció. Y hoy sabemos de su muerte. Por supuesto, Cristina Fernández de Kirchner ha lamentado con dolor folclórico su desaparición, como también lo han hecho desde España Irene Montero, los podemitas y algunos socialistas a la espera de los mensajes de dolor de su bienamados amigos de Herri Batasuna y Bildu, herederos de la ETA.

Le deseo un buen descanso. Pero era un bicho.