Pallín
Los magistrados amigos se han convertido en el peor blanqueador de los excesos del Gobierno, pero tienen barra libre en televisión
Lo he padecido en directo, en distintos programas de televisión, ante sentencias, fallos, recomendaciones, informes o notas jurídicas de las más altas magistraturas contrarias a la postura, los deseos o las intenciones del Gobierno.
Cada vez que el Supremo, el Constitucional, la Junta Electoral, el Consejo de Transparencia, el Poder Judicial o la Audiencia Nacional se posicionaban ante uno de esos asuntos, aparecía un magistrado jubilado, un juez militante, un profesor de Derecho o un abogado de parte como testimonio de autoridad para enmendar la plana, generalmente con arrogancia, a todas esas instancias.
Aunque a muchos les aparecerá en este instante el semblante de Javier Pérez Royo, el de Gonzalo Boye o el de Joaquim Bosch –el menos malo éste de todos ellos, aunque igual de militante–; el más contumaz es el tal Martín Pallín, jubilado hace tiempo, aunque no el suficiente, de sus tareas judiciales.
Las «pallineces», con permiso de Fundéu y propuesta a la RAE como segunda acepción del término «majadería», abarcan todos los frentes imaginables: no hay abuso gubernamental que, tras ser enmendado, frenado o anulado por la Justicia; no encuentre en el emérito el contrapunto blanqueador oportuno.
En su última intervención, el glorioso jurista ha defendido la solidez de la ley Montero/Sánchez, pese a la evidencia de que solo ha servido para acortar las condenas de delincuentes sexuales, cuando no para excarcelarlos antes de lo que las condenas firmes preveían.
Pero antes le hemos visto en acción para avalar el desafío constitucional del separatismo, denigrar la respuesta democrática del Estado o, entre otros tantos desvaríos, dudar de la capacidad legal de Ayuso para convocar elecciones en Madrid antes de que el PSOE y Ciudadanos le plantearan la misma moción de censura perpetrada sin éxito en Murcia.
De los móviles del tal Pallín poco hay que discurrir: sea un acceso de vanidad, un brote de sectarismo o un delirio ideológico; el premio mediático que recibe es más entretenido que irse a dar de comer a las palomas al parque más cercano a su domicilio.
Pero del criterio de los medios de comunicación para seleccionar a sus participantes, presentarlos como autoridades en la materia, facilitarles el monólogo sin réplica y contribuir a la degradación del ecosistema democrático, sí puede decirse algo.
¿De verdad tiene el mismo valor una sentencia del Tribunal Supremo que el cacareo agotador de un magistrado en la reserva, invitado habitual de Podemos en su falsa Universidad? ¿Es el abogado de Puigdemont, condenado en su día por secuestro, la persona idónea para perorar sobre la calidad de la democracia española en infinitos discursos sin respuesta?
¿Es más digna de respeto la opinión de un profesor de Constitucional, conocido por su militancia, que las prolijas explicaciones que sobre los asuntos de su incumbencia da el propio Tribunal Constitucional en sus resoluciones?
La democracia es procedimiento o no es. Y se organiza, desarrolla y preserva conociendo los cauces, entendiendo las funciones de cada institución y defendiendo la separación de poderes; incluso cuando cualquiera de los eslabones de esa cadena tiene un rendimiento contrario a los intereses propios y se considera equivocado: en ese caso, el sistema ofrece herramientas para la réplica, desde la jurídica con el recurso hasta la meramente pública con la crítica abierta.
Pero permitir que talibanes de cualquier causa se disfracen de autoridad para elevar su cacareo a la categoría de verdad única, de igual valor o superior a la reglamentaria, solo sirve para degradarlo todo.
Cuando Pallín dice una chorrada podemita en cualquier cadena amiga, Sánchez acaricia un gato: como todo vale y todo tiene la misma importancia, él podrá perpetrar sus fechorías y soportar luego los tirones de orejas sin inmutarse.
Siempre habrá a mano un magistrado feroz para decir que allí no hay violación, que la joven llevaba la falda demasiado corta.