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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Por el amor de Puigdemont

Bienvenido, Puigdemont: uno a uno y a cara descubierta, quienes votaron ayer tu exculpación habrán de besar las honorables huellas de tus pasos.

Se votó ayer a rostro descubierto. Y lo absolutamente extraordinario es que pueda parecernos que, en un Parlamento, sea eso algo tan extraordinario. Porque quienes votaban no eran los privados ciudadanos que ejercen su derecho –estrictamente secreto– a elegir a quiénes van a representarlos. Eran representantes a quienes, antes que la ley, el más elemental imperativo ético obliga a rendir permanentemente cuentas de lo que desde su escaño hacen en nombre de quienes los eligen y les pagan el sueldo: nosotros, todos. No sus jefes de partido, ni siquiera sus cómplices en convicciones –o en carencia de convicciones– programáticas. Nosotros.

Un diputado representa, le guste o no, a todos los ciudadanos, incluidos sus más frontales enemigos. Y todos ellos –amigos, como enemigos, como indiferentes– tienen el derecho primordial de conocer hasta el último detalle de lo que se está haciendo con esa potestad en el Parlamento. No, un representante no tiene derecho al secreto en materia legislativa. Nadie le ha obligado a ganarse su sueldo en ese oficio. Pero, si lo ejerce, debe saber que en un Parlamento no se habla nunca en nombre propio. Que cada palabra, cada acto, que ejecuta el diputado desde su escaño, con él lo están ejecutando todos sus electores. Y que sus envilecimientos no lo enfangan a él sólo; enfangan individualmente a cada uno de sus representados. Y pudren la democracia. Y no, no se envilecieron ayer ellos. No se envilecieron solos. Nos envilecieron a todos. Es la dura verdad, por más que nos desagrade

La norma que se votaba en el Parlamento era mucho más que una simple reforma penal. Era el final del Estado de derecho en España. Porque un Estado que legaliza los golpes, no es ya un Estado; es una tribu a la cual mueven caudillos carismáticos, sin más criterio que el que su sacrosanta voluntad dicte. Pedro Sánchez acometía ayer lo que en cualquier país europeo hubiera sido considerado alta traición: suprimir del código penal el castigo contra aquellos que se alzan contra la ley de la nación para escindir de ella una parte de su territorio. El problema al que, a partir de la votación de ayer, nos vemos confrontados es que ya no existirá ley a la cual los golpistas se enfrenten, ya no existirá barrera que los golpistas rompan. Y lo que era sedición pasará a ser trivial normalidad. El próximo golpe de Estado en Cataluña, que vendrá pronto, no será ilegal ni lo ejecutarán Puigdemont y Junqueras. Lo ejecutará la norma legal ayer votada. Lo ejecutará, pues, quien, mediante esa norma, buscó mantener unos meses más su residencia en Moncloa. Sin ley que proteja a la nación, todo nuevo golpe de Estado pasará por Pedro Sánchez.

Pero no sólo. Pasará también por cada uno de quienes votaron con nombre y apellido –«como el siervo que teme disgustar a su amo», escribía Ronsard hace cinco siglos– que la sedición sea, en adelante, un benévolo festival de oenegés; pasará por cada uno de esos que ayer votaron que, retroactivamente, el golpe de Estado de 2017 no fue un golpe de Estado. Sabemos quiénes son: ¿va a volver alguien a votarlos? Lo que, sin duda, les inquieta más: ¿se avendrá alguien a seguir pagándoles el sueldo?

Bienvenido, Puigdemont: uno a uno y a cara descubierta, quienes votaron ayer tu exculpación habrán de besar las honorables huellas de tus pasos.