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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Lágrimas de cocodrila

La feminista Irene Montero está encantada de que su macho alfa no solo la haya enchufado para ser ministra sino que se bata en duelo desde el confortable Twitter contra los que osan ofender a su dama

El marido de Irene Montero no llora, pero insulta. Irene Montero llora, y también insulta. Es más completita. Ambos odian e insultan. A usted porque no les votan, a mí porque les critico, al juez porque no traga sus ruedas de molino legislativas, al autónomo por facha, a las víctimas de ETA porque reivindican la memoria de sus muertos, a los médicos porque protegen la vida del no nacido, a la derecha por franquista, a los bancos por explotadores. Son insultos ecuménicos, universales. Mi abuela les mandaría lavarse la boca con lejía. Pero sus insultos son revolucionarios y necesarios. Los actos de los demás, una demostración de machismo.

Si yo fuera la mujer de un individuo que se dedica a descalificar a diestro y siniestro para defender un bodrio legal que he redactado yo, me moriría de vergüenza. Entonces, sí que lloraría. Si además la emprendiera con una compañera de partido como Yolanda Díaz porque no me hace suficiente caso a mí, la mujer de mi marido, entonces me metería debajo de la cama y no saldría. Y si mi cónyuge descalificara desde el sofá de mi casa, ya que no da palo al agua, a otra señora que se ha metido conmigo en el Congreso, nunca levantaría cabeza. Pero la feminista Irene Montero está encantada de que su macho alfa no solo la haya enchufado para ser ministra sino que se bata en duelo desde el confortable Twitter contra los que osan ofender a su dama.

La señora Montero puede llegar sola y borracha a casa, puede liberar de la cárcel a cinco violadores, incluso animar a que las menores de edad aborten o se cambien de sexo, pero la señora Montero hipa si le dice otra mujer que ella es una vergüenza para todas las que hemos salido adelante al margen de los galones de nuestro novio o marido. Hipa, llora, gime, hace pucheros mientras le aplauden, entre otros, Gabriel Rufián y Mertxe Aizpurúa, un amigo de convictos y una colaboradora de ETA condenada por enaltecer a los que asesinaban. Yo sí lloraría con esa claque.

La diputada de Vox, Carla Toscano, no usó los mejores términos para describir el medro conyugal de la señora Montero porque facilitó su victimismo, pero tenía más razón que un santo. Lo más delirante es que si hay alguien que ha sufrido los rigores de que la señora de Iglesias mande en Podemos por delegación consorte, son sus propios compañeros de partido, que han sido castigados por el zar cada vez que han osado contradecir a la zarina. Y ellos eran los que más la aplaudieron desde sus escaños en un alarde de hipocresía estratosférico: fue una ovación que dejaba un eco pérfido de carcajadas. Pero tenían que arroparla porque Iglesias había activado el aplausómetro desde Galapagar, y la Siberia de Podemos está plagada de malos camaradas que no aplaudieron suficientemente a la mujer del jefe: Errejón, Bescansa, Espinar, Alegría… y pronto Yolanda.

La antigua cajera (¡de la que se libró el gremio!) derramó unas lágrimas de cocodrila que hubieran sido más creíbles de haber brotado antes por otras mujeres a las que su consorte humilló. Por ejemplo, por Mariló Montero, a la que anhelaba azotar hasta que sangrara, o por Ana Botella, política de la que Iglesias dijo hasta en cuatro ocasiones que debía su ascenso a ser esposa de, nombrada por, y que carecía de formación. Con la edad de Montero, la exalcaldesa de Madrid ya era licenciada en Derecho, había aprobado las oposiciones al Cuerpo de Técnicos de la Administración Civil del Estado y trabajado en el Ministerio del Interior y otros departamentos de la Administración. Y, muy importante, nunca se hizo la víctima cuando el marido de la señora Montero la vejó en público. A diferencia de Irene, se bastó ella solita sin ayuda del marido de Zumosol para rebatir la insidia.

Para lágrimas, las que derramó España cuando la señora Montero se subió a la tribuna del Congreso en la moción de censura contra Rajoy, suceso parlamentario que inauguró la peor etapa que ha vivido España. Entonces, la señora de Iglesias, con los ojos inyectados no en lágrimas sino en vesania, dijo que el expresidente del PP era un ladrón, un saqueador, que se había llevado el dinero de los españoles a Suiza, Andorra y Panamá, un auténtico corrupto, que parasitaba España, que pertenecía a una organización criminal, que era un remedo de Corleone y, como colofón, que conformaba un Gobierno que fue resultado de un fraude democrático. Eso y lo que vino después, que aún nos ocupa, sí es para llorar, señora Montero.