Qué esperamos de la Unión
Avanzar en la integración al tiempo que se ampliaba el número de miembros era un cometido tan insensato como inevitable. Así se asumió y es de reconocer el alto coste que se ha tenido que pagar por ello
La Unión Europea, fase actual del proceso de integración continental, es el resultado de la necesidad. El ideal europeísta ha cumplido su función, guiando y dando sentido al proceso, pero sería muy exagerado atribuirle una mayor responsabilidad. La crisis del liberalismo en la transición del siglo XIX al XX y la emergencia de una «sociedad de masas» se llevaron por delante los sistemas políticos liberales, dando paso a movimientos dictatoriales que arrinconaron la dignidad humana en beneficio de la nación, la raza o la clase. Fue el suicidio de la cultura europea, de la que no ha conseguido reponerse.
En ese contexto histórico y siguiendo la senda establecida por el Plan Marshall –como bien ha investigado entre nosotros la profesora Belén Becerril– surge la iniciativa diplomática de iniciar el proceso, con el ánimo de combatir el nacionalismo desde una convergencia de intereses nacionales. Si el nacionalismo había sido una de las claves de la ruina europea su necesario resurgir requería poner esa ideología bajo control.
Junto al nacionalismo la otra gran fuerza autodestructiva había sido la «cuestión social». Superarla exigía crear una sociedad de clases medias, un constructo político que requería de una mayor intervención estatal mediante políticas públicas que iban mucho más allá del marco de soberanía. Se invadía el espacio individual con el fin de garantizar la convivencia.
Es innegable el éxito en el corto y medio plazo de esas políticas. Europa ha vivido el período más largo de su historia de paz, prosperidad, libertad y justicia social. Todo ello bajo el «protectorado» estadounidense, tras el abandono de su tradicional aislacionismo en favor de un decidido liderazgo occidental. El «consenso socialdemócrata» establecido por democristianos y socialistas ha creado una sociedad rica en derechos, pero de difícil financiación si, como suele ocurrir a lo largo de la historia, los ciudadanos acaban olvidando su coste y la necesidad de encomendar su gestión a personas capaces y responsables.
El mercado común dio paso a la necesidad de una sola moneda, que facilitara el comercio y dotara a la Comunidad de una divisa con peso internacional. Con el euro la Comunidad se trasformó en la Unión, con la misión de avanzar en el ejercicio de políticas soberanas. Europa se había hecho política, planteando un debate sobre el fin último del proceso ¿confederación o federación?
El salto a la Europa política coincidió en el tiempo con la desintegración de la Unión Soviética y del Pacto de Varsovia. Estados que recuperaban su libertad llamaban a las puertas de la Unión para incorporarse a la comunidad de naciones que representaba la tradición, valores, principios y, sobre todo, el compromiso con la democracia y el bienestar económico europeos. Avanzar en la integración al tiempo que se ampliaba el número de miembros era un cometido tan insensato como inevitable. Así se asumió y es de reconocer el alto coste que se ha tenido que pagar por ello.
Desde entonces, la Unión ha tenido que hacer frente a la Gran Depresión iniciada el año 2007, que puso fin a los intentos de establecer el «orden liberal» en el conjunto del planeta, a la COVID-19, a la crisis económica consiguiente y ahora a la guerra de Ucrania, con efectos gravosos sobre la previa situación económica. Todo ello ha tenido costes importantes, tanto en la cohesión interna como en el abandono de objetivos irrenunciables, que caracterizan nuestra situación actual.
La Gran Depresión, junto con los efectos del proceso globalizador, dio paso a una generalizada crítica a las élites políticas y corporativas. Nuevos partidos políticos surgieron, renovando el debate político y alterando, en mayor o menor medida según el país, el sistema de partidos. El Parlamento Europeo es hoy expresión de esos cambios. Igualmente, la salida del Reino Unido de la Unión no puede explicarse sin recurrir a este entorno histórico. Con el paso del tiempo la crítica ha disminuido y con ella el euroescepticismo. La razón hay que buscarla tanto en el ejemplo británico, paradigmático sobre lo que puede ocurrir cuando se abandona la Unión, como por el papel jugado por la Comisión en estos últimos años, asumiendo el liderazgo, le correspondiera o no, para dar respuesta al grave conjunto de circunstancias que hemos vivido. Los estudios de opinión recogen este cambio de actitud.
La intensidad de los debates internos nos ha llevado a descuidar alguno de los temas más importantes de nuestro tiempo. Me refiero a la agenda de innovación que nos tiene que permitir seguir siendo un actor de referencia en el mundo que está surgiendo de la IV Revolución Industrial o Revolución Digital. Pese al empeño que la Comisión y el Parla-mento han puesto en este objetivo, la sucesión de crisis y el comportamiento de buena parte de los gobiernos nacionales, entre los que destaca el nuestro, no han permitido alcanzar las metas deseadas. Es mucho el camino por recorrer en este terreno.
La Unión es hoy el instrumento del que los europeos disponemos para poder competir tanto en un entorno global como en el marco de la Revolución Digital. El tamaño cuenta y los viejos estados europeos carecen de él. Sólo juntos podremos ser una referencia en el futuro inmediato. Sin embargo, no todo es agenda de futuro. Algunos de los objetivos de décadas pasadas, que ingenuamente pensábamos haber consolidado, emergen como problemas del presente y del futuro. El cáncer del nacionalismo resurge del mismo modo que la crisis de las clases medias, consecuencia de los efectos de la globalización y de la Revolución Digital, reabre la «cuestión social».
Las revoluciones industriales suponen cambios sociales que acaban por modificar, vía reforma o revolución, los sistemas políticos. El modelo de democracia que hemos conocido ya está cambiando. Eso no es un problema, pero sí lo es su desaparición. Los enemigos de la democracia, desde la derecha o desde la izquierda, que durante décadas han estado bajo control crecen hoy aprovechando la perplejidad o rechazo que en muchos europeos provocan los cambios que estamos viviendo. De nuevo, el primer reto de la Unión es garantizar la democracia en Europa.