Campo abierto a la ignominia
Cuando haya que recoger el cadáver de nuestro sistema constitucional, espero que se preste voluntario el acreditado desenterrador Sánchez Castejón, que ya habrá pasado a la historia por sus artes necrófilas
El César Sánchez ha levantado el pulgar para que uno de sus ministros con menos escrúpulos –mira que tiene competencia en el Gobierno–, el mismo que le sirvió para estampar su firma a pie de página de la ignominia de los indultos, se acomode en el Tribunal Constitucional para pasar la mano por el lomo a todas las aberraciones legales que está pariendo su jefe, seis de ellas de su propia cosecha. Juez y parte. Como todos los líderes que están haciendo historia como desenterradores, tiene una tendencia natural a doblar la apuesta por los personajes menos decentes que le rodean, a los que primero maltrata expulsándolos con cajas destempladas del Consejo de Ministros y luego coloca en puestos sensibles, desafiando el más elemental sentido de Estado. El político sevillano, al que muchos sobrevaloraron en un Gobierno de imberbes, enseguida enseñó la patita y justificó por qué fue elegido por Sánchez: desde la tribuna del Congreso dijo que España estaba en una «crisis constituyente», dejando claro a sus aliados separatistas que el Gobierno del que era notario general del Reino había puesto en revisión los pilares jurídicos del sistema constitucional.
Lo de resucitar a los nuestros ya lo hizo con la ínclita Isabel Celáa, la peor ministra de Educación de la democracia, que sentía un odio africano por la Iglesia y la escuela concertada, y que a la vez fue nefasta portavoz del Gobierno, que utilizaba la Moncloa para dar mítines socialistas. Después de destituirla fulminantemente la designó embajadora en la Santa Sede. Si no quieres una taza de cicuta, toma dos de veneno sectario. Ahora, ha copiado el esquema con Juan Carlos Campo, un ministro-veleta, que primero rechazó la ley-bodrio de Montero pero que terminó llevando su coautoría. Campo, magistrado –aunque no se lo crean– se ha prestado a volver a ensuciarse las manos en el tribunal garante de la Constitución, que Sánchez está convirtiendo en depuradora de su propio fango. Para completar el lote, nombrará también a su exdirectora de asuntos constitucionales, Laura Díez. La carencia del más elemental pudor ya le llevó al inminente magistrado del TC a volver a la Audiencia Nacional cuando Pedro lo guillotinó, precisamente a la sala de lo Penal donde se abordan asuntos de corrupción que afectan a los partidos. Las puertas giratorias en las dos direcciones son, pues, su especialidad.
Así entiende el presidente del Gobierno la separación de poderes: sus dos penúltimos ministros de Justicia (la última, Pilar Llop, también ha empeorado la especie) han terminado en puestos que en cualquier Estado de derecho deberían ser ocupados por cualquiera, cualquiera, menos los que han sentado sus reales en el Consejo de Ministros. Pero en el sanchismo, ofender a la democracia es ya una obligación: primero mandó de fiscal general del Estado a la exministra Dolores Delgado y ahora a su sustituto lo coloca en el TC.
Pocos, más allá de los pelotas a sueldo del sanchismo, se creyeron nunca que el Gobierno pretendía regenerar los órganos judiciales cuando acuciaba al PP a pactar la renovación del CGPJ. Era mentira cochina. Y tan cochina que, una vez liberado de la obligación de acordar con Feijóo (que afortunadamente se olió la tostada con la sedición), ha llevado hasta el final su colonización de las instituciones y su totalitario uso del poder. Cuando haya que recoger el cadáver de nuestro sistema constitucional, espero que se preste voluntario el acreditado desenterrador Sánchez Castejón, que ya habrá pasado a la historia por sus artes necrófilas.