En tiempos de máxima hostilidad
Adolfo representa con todo orgullo lo que hizo su padre, que fue llevar España de la dictadura a la democracia. Exactamente lo que Sánchez y sus acólitos están destruyendo hoy de la mano de la llamada «coalición de la investidura», que lo es también de la destrucción de España
Igual que en los medios anglosajones es obligatorio hacer una declaración de conflicto de intereses cuando se da una información sobre una empresa en la que el medio que lo publica tiene algún interés, incluso legítimo, hoy debo declarar antes de escribir una palabra más que lo que sigue atañe a un amigo. Con el estúpido lenguaje políticamente correcto que prevalece hoy en día, se hablaría de un «amigo personal». Debe de serlo, pero yo no soy consciente de saber lo que es un amigo no personal. Debo de vivir en otro tiempo. Estoy hablando de Adolfo Suárez Illana.
Adolfo y yo nos conocimos hace algo más de veinte años al coincidir en un vuelo a México para asistir a una conferencia organizada por la Fundación Euroamérica, la de mi llorada amiga Flora Peña. En alguna tertulia en los pasillos de aquel vuelo transatlántico hubo un dirigente popular que ninguneó la candidatura de Simeón de Bulgaria a las elecciones legislativas que se iban a producir meses después en el país balcánico. Yo hice una defensa encendida del Rey que quiso ser candidato electoral y Adolfo me respaldó. El resultado es conocido: Simeón arrasó en las urnas sin ser formalmente candidato y gobernó con éxito cuatro años, completando el ingreso de Bulgaria en la OTAN y en la UE.
Desde entonces Adolfo y yo hemos ido consolidando una amistad al ir descubriendo quien suscribe la entidad ética y moral de una persona que tiene vocación de servicio sin voluntad de pedir nada a cambio. Yo todavía no viví de cerca su fracasada candidatura a la Presidencia de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha. Pero sí vi muy de cerca cómo le sedujo Pablo Casado para contar con su apoyo en las elecciones internas del PP tras la caída de Mariano Rajoy. Y confieso que yo creí –muy equivocadamente– que la candidatura de Casado era la idónea en ese momento. El que yo me equivocara tiene una importancia marginal. La que afecta a la credibilidad que yo tenga ante los lectores que me presten atención. Para Adolfo era muchísimo más relevante.
Suárez aceptó volver a la política teniendo que renunciar a su carrera de abogado y a la presidencia internacional de un gran despacho sito en el paseo de la Castellana de Madrid. Es decir, reducir sus ingresos drásticamente. Ha servido a la nación con diligencia y honradez. Creo no violar la confidencialidad de nuestra amistad si revelo que hace tiempo llegó a la convicción de que se equivocó con su apoyo a Pablo Casado. Y se sintió políticamente engañado cuando su proyecto de ley de la Concordia nunca vio la luz. En su día porque Casado y Egea le ignoraron después de utilizarle y después porque resulta evidente que el país no está en tiempo de proclamar proyectos de concordia cuando tus rivales promueven el odio sin pudor.
Por todo esto me ha resultado especialmente relevante la escena vivida ayer en el Congreso de los Diputados. En tiempos de esta máxima hostilidad de la que estoy hablando, al anunciar la presidenta de la Cámara, Meritxell Batet, con unas emotivas palabras la despedida de Adolfo Suárez de la política, la respuesta fue de un aplauso creo que unánime, aunque desde la distancia no puedo confirmarlo y sí admito que la abstención en la aclamación por parte de algunos iría en honor del homenajeado espontáneamente. Por cierto, a todos esos que aplaudían ayer desde las bancadas socialistas y afines, les recuerdo que Adolfo representa con todo orgullo lo que hizo su padre, que fue llevar España de la dictadura a la democracia. Construir una transición que ha sido vista como ejemplo en el mundo entero. Exactamente lo que Sánchez y sus acólitos están destruyendo hoy de la mano de la llamada «coalición de la investidura», que lo es también de la destrucción de España.