No hay que dejarse engañar
Ante el próximo año electoral, debemos estar preparados para asistir a la proliferación de hechos extraños y falsedades
Hay quienes mienten como si de una segunda naturaleza propia se tratase. Son mentirosos sustanciales y vocacionales. Debemos acostumbrarnos a convivir con ellos, pero es necesario no dejarse engañar. Y una forma de engañar consiste en ocultar lo más importante entre el barullo, la polvareda y el ruido. O, lo que viene a ser lo mismo, dar la misma relevancia, por ejemplo, a la supresión del delito de sedición que a una gresca parlamentaria entre gritos y mohines.
De todo derecho se puede abusar, salvo del derecho a la vida. Se puede abusar de la libertad y, por tanto, de la libertad de expresión. No andan del todo claras las cosas en torno a este derecho, aunque es menester reconocer que sus límites no pueden ser absolutamente precisados. No obstante, con alguna frecuencia se ampara bajo él lo que no debe ser amparado y se impide lo que no debe ser impedido. El derecho a emitir opiniones, valoraciones, críticas y juicios es prácticamente ilimitado, pero la libertad de expresión no incluye la emisión de insultos, calumnias, amenazas y ofensas. Así, se pretende la blasfemia es legítima mientras que una opinión sobre la homosexualidad o el franquismo son delictivas. El mundo al revés. Pero siempre será la libertad algo que uno se toma y no algo que el poderoso le otorga. No morirá la libertad mientras haya hombres que, como don Quijote, piensen que la libertad es algo por lo que los hombres deben arriesgar sus vidas.
La libertad de expresión también debe encontrarse modulada atendiendo a la situación social de quien habla. Padre, periodista, profesor, padre, sacerdote o magistrado del Tribunal Constitucional. Debe de tratarse de una cuestión demasiado sutil para mentes toscas. Las mismas palabras pueden, como expresó John Stuart Mill, constituir un delito o ser adecuadas, según la situación. Un juicio emitido por un profesor sobre la responsabilidad de los comerciantes de trigo en el hambre que padece la población debe ser permitido. Pero palabras semejantes emitidas ante la casa de un comerciante y una población hambrienta e indignada pueden constituir una instigación a la comisión de un delito. No hay que olvidar, no obstante, que «las ideas tienen consecuencias». En el Parlamento, la libertad de expresión es expansiva, más amplia que en otros ámbitos, pero no ilimitada. No se deben permitir allí tampoco los insultos, amenazas y calumnias. Pero calificar de «violencia política» la afirmación de que una ministra ha impulsado su carrera política en ayudas conyugales y considerarla incapaz para el cargo no es una violencia política. Sí son violencia la amenaza, la agresión o la apología del terrorismo. Acusar al segundo partido de apoyar la «cultura de la violación» no es aceptable e incluso se podría considerar que entraña la acusación de la comisión de un delito, lo que, de no ser probado, constituiría un delito de calumnia. Pero ya la expresión misma, «cultura de la violación» resulta extraviada. En ninguna de sus acepciones la palabra «cultura» puede aplicarse a realidades negativas o delictivas, como la violación. No puede existir una cultura del descuartizamiento, la pederastia, el genocidio o el asesinato en serie. Deriva del ámbito agrícola, del que pasó a designar el cultivo de las cualidades y capacidades humanas, lo que Platón llamó el «cuidado del alma». Existe también algún que otro deber que no todos los diputados cumplen, como la posesión de un mínimo decoro y calidad oratoria.
Pero, ante todo, conviene estar alerta ante las maniobras de confusión y distorsión tendentes a que la opinión pública pase de un asunto a otro de manera vertiginosa y olvide cuanto antes lo que pueda perjudicar al Gobierno. Ante el próximo año electoral, debemos estar preparados para asistir a la proliferación de hechos extraños y falsedades. Nada de esto debe apartarnos de lo que es políticamente más importante y mucho menos olvidarlo, esto es, el proyecto en marcha de traición a la Nación y a su Constitución. Si prescindimos de lo que oculta la niebla de la mentira, el escándalo y la palabrería, lo que veremos es precisamente este proceso: un cambio de régimen que destruya la unidad de España, la soberanía nacional y el fundamento de la Constitución. No hay que dejarse engañar.