Fundado en 1910
Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El cielo de Christian Bobin

Casi de puntillas se ha muerto uno de los más importantes escritores europeos, capaz de adorar a Dios desde la sencillez y ofrecer claridad y consuelo

Aunque la vida social no figura entre mis predilecciones, hace unos cuatro años me vi invitado en una velada con bastante gente en una buena casa al norte de Madrid. Se cenaba de pie, con camareros uniformados proveyendo, y se hablaba en corrillos, a veces de naderías de relleno, otras con intercambios interesantes. Pululaban por allí algunos profesionales que habían ganado muchísimo dinero y hacían ostentación de un liberalismo gélido, ajeno a las necesidades de las personas corrientes, que habría horrorizado al propio Adam Smith. Sin embargo, el grato anfitrión resultó un hombre sensible, de intensa fe católica, tal vez con alma de poeta, aunque su medio de vida se desenvolvía en las antípodas de la lírica. Cuando nos despedimos tuvo la gentileza de regalarme un librito. Se llamaba Resucitar y su autor era un tal Christian Bobin, cuyo nombre nada me dijo.

Un gran libro es el mejor regalo que te pueden hacer. El de aquel día reposa desde entonces entre los que se apilan en mi mesilla del dormitorio (con la consiguiente admonición de «a ver cuándo bajas un poco ese Kilimanjaro»). Algunas noches lo ojeo cuando me canso de lecturas más agresivas, como el novelón de Don Winslow que me estoy zampando; o cuando se me atasca la desazón de la gran urbe. La terapia Bobin funciona.

Christian Bobin, casi un secreto en España y una gloria en Francia (en 2016 recibió el premio de la Academia) se acaba de morir a los 71 años en la comarca borgoñesa donde nació y vivió siempre. Se lo llevó un cáncer rápido, que lo pilló perfectamente preparado, porque se pasó su vida buscando la huella de Dios en los detalles y charlando con sus muertos. «He quitado de mi vida muchas cosas inútiles y Dios se ha acercado a ver qué pasaba», escribía de esa manera tan suya, fácil y a la vez de calado.

«Más que nada me gusta que me dejen solo. Es mi enfermedad y de ella proviene mi salud». Aún siendo un solitario obsesivo, Bobin tenía propensión a la risa y acogía con los brazos abiertos a todo aquel que se dejaba caer por su casa de contraventanas azules, perdida en el umbral de un bosque. Allí vivía con su mujer, también escritora, a diez kilómetros de la ciudad de 20.000 habitantes donde había nacido y que casi nunca abandonó, Le Creusot. Antaño fue un próspero núcleo minero y siderúrgico, dominado por la compañía Schneider, para la que trabajaba su padre, diseñador industrial.

Bobin resultó un niño introvertido, absorto en los libros. Sin saber muy bien qué hacer, estudió Filosofía en Dijon. Pero lo dejaba frío («la filosofía es como estar entre las sábanas de una palabra cansada, áspera»). Christian sostenía que «una inteligencia sin bondad es como un traje para un cadáver». Después trabajó como guía en un museo, redactor de una revista, bibliotecario y enfermero en un psiquiátrico, donde el director le animó a dejarlo, porque lo veía más cerca de los locos que del equipo encargado de atenderlos. Mientras tanto, seguía escribiendo en su prosa límpida y poética, llena de memorias, aforismos, cargas de profundidad y una fe católica que otorga su alcance a todo (una clave que algún relevante periódico español se ha cuidado de omitir por completo al recoger su muerte).

En 1991, Bobin se propuso vivir solo de la escritura. Lo consiguió tras una atípica biografía de san Francisco de Asís que lo situó en el mapa. Ha dejado sesenta obras, que son siempre la misma: una búsqueda de las palabras exactas que le permitan atrapar la claridad y el amor.

Bobin escribía en una habitación en silencio mirando al bosque. «Mi mesa de trabajo está frente al abedul y el abedul está frente a Dios. Intento colocar mis palabras en esa línea que dibujan los tres». Era un cristiano panteísta, siempre a la caza de cualquier guiño de lo trascendente: «Esta mañana he visto a una tórtola batir sus alas en el instante mismo en que salía de las manos de Dios», anota. Su cuarto de labor lo decoraban una Biblia en un atril y discos de Schubert y Bach, en los que, como nos ocurre a otros, creía escuchar el eco de las matemáticas de Dios.

Resurrección es el libro que escribió Bobin cuando murió su padre por el mal de Alzheimer. Paradójicamente es un escrito alegre: «Su memoria fue retrocediendo como el vaho en un cristal al darle el sol, pero a veces hay un vínculo tan profundo entre dos personas que sigue vivo incluso cuando una de las dos ya no puede verlo».

Ni siquiera la amnesia de la enfermedad anula para él las huellas divinas que embellecen esta vida, pórtico de otra mejor.

Bobin, el amigo de los pájaros y los árboles, encerró en una frase el absurdo que supondría una existencia sin Dios: «Nos hacemos mucho daño unos a otros y después, un día, nos morimos». Él ya se ha ido, pero «la muerte no es la nada». Estará allá, en el destino de los justos, fumando un cigarrillo con su padre, charlando, o sonriendo en silencio. Aquí abajo nos quedan sus frases mágicas: «En el cielo hay puesta una estrella para cada uno de nosotros, lo bastante lejos como para que nuestros errores nunca lleguen a empalidecerla».

(Para Miguel Ángel y todas las personas que acaban de perder a un ser querido).