La crisma rota de Ciudadanos
El niño de Canet, los sediciosos saliendo de la cárcel y la omertà nacionalista nos recuerdan que algo falló
Tocar la gloria de un triunfo electoral se llevó por delante a Albert Rivera y condenó a muerte a Ciudadanos, que hoy es un partido en caída libre, completamente descabezado. La decisión de regalarle la región de Murcia a Pedro Sánchez, con la consecuente trifulca con Díaz Ayuso que no se fiaba de que Ignacio Aguado hiciese lo propio en Madrid, fue una muestra definitiva de cómo los partidos son expertos en inmolarse.
Ahora, cuando el tronco está completamente tronchado, sus dos últimas ramas, Inés Arrimadas y Edmundo Bal, (descontada Begoña Villacís, más cerca del PP que de los naranjas), están a pelea diaria porque el segundo decidió apoyar el bodrio del «solo sí es sí» y la todavía líder se siente abochornada por el nefasto resultado de esa decisión. Inés es una magnífica oradora pero, al igual que su antecesor, como estratega es un paquete. Primero porque abandonó Cataluña a finales de 2017, después de haber triunfado frente al régimen nacionalista e ilusionando a la mitad de los catalanes, hartos ya de estar hartos. Y ahora, porque atrincherarse en el poder sin reconocer su responsabilidad y mantener una guerra interna cuando los votos huyen de sus urnas, es el camino más corto al desastre.
Como en la Ana Karenina de Tolstoi, todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera. Es casi obligado comparar los estertores de Ciudadanos con los de UPyD, donde también cotizó al alza el ego de Rosa Díez. Sin embargo, mientras en aquella formación nunca se tuvo la miel del poder en los labios, en el caso de los autollamados liberales, saborearon la ambrosía, primero en Cataluña y luego en toda España, gracias a un proyecto fundacional que consistía en plantarle cara a los separatistas, cuyo próspero chantaje tanto al PP como al PSOE había expulsado al Estado de parte de su propio territorio.
No era fácil en 2006, cuando nació Ciudadanos, hablar a los soberanistas de igualdad, de que los seres humanos están por encima de las identidades, y hacerlo en español, el idioma de todos, empleado orgullosamente, con coraje, destruyendo el relato 'indepe', mientras sufrían la venganza del pujolismo y de los zarrapastrosos de la CUP, en forma de escraches, pintadas en la tienda familiar de Rivera y todo el catálogo de métodos fascistas.
Pero al exlíder de Ciudadanos le emborracharon los cantos de sirena de que iba a ser presidente del Gobierno y de que mandaría al desván de la historia al PP para convertirse en el principal partido de la derecha, al rozar el sorpasso en las primeras elecciones de 2019, quedándose a poco más de 210.000 votos de Pablo Casado. Se le subió tanto la adrenalina a este tamborilero del Bruch que su ímpetu descontrolado rompió el parche. No está claro que pudiera sumar su fuerza a Sánchez para evitar el Frankenstein pero el caso es que no ocurrió, y en los segundos comicios de ese año sufrió una debacle. Los progres se lo echan en cara pero nunca hubo tal posibilidad porque el hoy presidente ya tenía en su hoja de ruta el encadenar su futuro a los enemigos de España con una moción de censura que, por otro lado, le puso en bandeja Rivera al hacer de la sentencia de la Gürtel el 24 de mayo de 2018 un casus belli contra Rajoy: la excusa perfecta para perpetrar la moción del 1 de junio, ocho días después de la desafección de Cs.
Sea como fuere, Ciudadanos, que aborda desde ahora una guerra a cara de perro entre Arrimadas y Bal, solo cumplió temporalmente su misión histórica. Ni la política es hoy más limpia, ni al separatismo se le ha combatido con el arrojo que él lo hizo. Quizá fue un partido que nació para la resistencia y todo lo demás le vino grande. El niño de Canet, los sediciosos saliendo de la cárcel y la omertà nacionalista nos recuerdan que algo falló. La crisma rota de Ciudadanos es también la nuestra.