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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Enterrar a Ciudadanos

Fue un proyecto necesario que ahora hace el ridículo y convierte cada voto recibido en una opción de regalarle otro escaño a Pedro Sánchez

Ciudadanos nació contra el totalitarismo identitario catalán y, desde allí, medró en toda España como alternativa constitucional al intervencionismo separatista en el Gobierno de turno.

Con un sistema electoral que rechaza la doble vuelta y expone al ganador de los comicios al chantaje de partidos residuales y sobreprimados por la Ley D’Hont, nadie en su sano juicio podía ver con malos ojos que el complemento a PP o PSOE fuera un antídoto nacional a la bulimia de PNV, la nueva CiU y, no digamos, ERC o Bildu.

Esa certeza provocó el lanzamiento en toda España de una formación necesariamente minoritaria, como lo es todo producto que anteponga las ideas, por definición complejas, al consumo de masas: apoyar a Ciudadanos en aquel momento era un acto de patriotismo que Ciudadanos, embebido de codicia, no supo gestionar.

Porque el patético epílogo que está escribiendo en público, con una peleíta ridícula entre Inés Arrimadas y Edmundo Bal que resta dignidad al réquiem de despedida, es consecuencia de un error germinal que hizo ya inviable el proyecto.

Todo comenzó con la estampida catalana de Arrimadas tras ganar las elecciones en Cataluña y renunciar a intentar una investidura que era inviable pero ofrecía al ciudadano el mensaje necesario: he venido para quedarme y utilizaré esa fuerza para pelear contra el movimiento más xenófobo que campa por Europa.

Siguió con Albert Rivera auxiliando la moción de censura de Pedro Sánchez, al dar por finiquitada la legislatura de Mariano Rajoy para adelantar al PP en las siguientes elecciones generales, cometiendo el mismo error que ya cometiera Susana Díaz al regalarle la secretaría general del PSOE mientras ella ganaba en Andalucía: ninguno entendió que Sánchez es un adicto al poder y que, cuando lo alcanza por carambola, nunca lo cede.

Y culminó cuando Rivera, embebido de soberbia tras arrimarse al PP en las urnas, ayudó de nuevo a Sánchez a repetir visita a las urnas, por segunda vez en seis meses: ambos pensaron que celebrar de nuevo elecciones les permitiría ampliar la distancia con Podemos y superar al PP, respectivamente. Y los dos fracasaron.

Pero Rivera no quiso entender que el relato le presentaría a él como responsable de esa repetición, aunque en realidad era Sánchez quien quería a toda costa reeditar desde el Gobierno la coalición Frankenstein ensayada en la moción de censura.

Si el entonces líder naranja se hubiera presentado en Moncloa con un acuerdo con el PSOE, que no lo quería ni en pintura, y hubiera comparecido en los jardines del Palacio diciendo que de ahí no se movía hasta que Sánchez le recibiera, la historia reciente de España sería bien distinta.

Porque o bien Sánchez se hubiera visto obligado a pactar y hoy no estaríamos en manos de Podemos, ERC y Bildu; o bien hubiese quedado claro antes de volver a las urnas que el plan de Sánchez, negado por él antes de la votación, era entregarse al nacionalpopulismo pese a tener una alternativa nacional para evitarlo.

Pero Rivera, tan necesario en los inicios como soberbio en las postrimerías, lo apostó todo a superar al PP y acabó con diez diputados, su dimisión y el funeral a plazos de una opción liberal que desde entonces va como pollo sin cabeza, entre conspiraciones internas, decisiones equivocadas y bochornos tan notables como su coqueteo con el PSOE en Murcia o Madrid o el respaldo bobo al PSOE en los estados de alarma o la ley de Irene Montero.

De cómo un grupo tan cabal de personas acaba transformado en una jauría infantil y acomplejada, incapaz de entender que en política se puede hacer de todo menos el ridículo, dará cuenta la historia cuando el entierro culmine y se puedan escribir esquelas retrospectivas.

Pero a presente, solo cabe decir una cosa: apártense. Todo voto que reciban es un escaño más para Sánchez y una ayuda involuntaria para que Iglesias, Otegi y Junqueras sigan teniendo a España secuestrada. Y no hay nada más antiliberal y menos patriótico que auxiliar a una banda a que siga perpetrando sus fechorías