No es izquierda, es golpismo
Sánchez no defiende ninguna «izquierda». Defiende un golpe de Estado que fragmentará la nación. Nadie sueñe salir indemne de eso
Ante la amenaza extrema de un presidente golpista, ¿tiene hoy algún sentido seguir enarbolando la metáfora vacía que confronta fantasías acuñadas en torno al eje mitológico «izquierda/derecha»? Repetir palabras hueras nunca sale gratis. Las palabras no sólo dicen; también ocultan, ocultan sobre todo. No hay pensamiento que sobreviva a la blindada convicción de los lugares comunes. Y de la realidad queda, tras ellos, una triste escenografía que domina el que manda; quien es, también, el dueño de los significados de cuanto se dice.
Escuchábamos, cuando niños, encresparse a la maravillosa Alicia de Lewis Carroll contra los malabarismos arbitrarios de Humpty Dumpty: «Cuando yo empleo una palabra» –anunciaba él, despectivo– «la palabra significa lo que se me antoja que signifique. Ni más, ni menos». La niña montaba en cólera: «La cuestión es saber cómo puede usted lograr que las palabras signifiquen algo distinto de lo que significan». Y la arrogancia de Humpty Dumpty tocaba el cielo: «La cuestión es saber quién es el amo. Y punto final». El que manda impone sentido a las palabras. Los demás las repiten.
«Izquierda» y «derecha» dieron cuenta de algo real en el siglo XIX: desde la trivial votación del veto real, contabilizada en el verano de 1789 mediante ubicación a un lado u otro de la sala, hasta las prolijas restauraciones, revoluciones, contrarrevoluciones… La historia del siglo XX es la de cómo esa metáfora se va degradando en simple consigna que estigmatiza enemigos: un instrumento tosco en manos de poderes turbios.
Hoy, en España, un primer ministro se ha embarcado en llevar a buen fin su golpe institucional. Nadie se engañe: no habrá fusiles en la calle, ni siquiera grandes marchas plebeyas al estilo mussoliniano. Un golpe institucional se da torciendo, desde la instancia ejecutiva del Estado, la literalidad de la ley. Y, llegado el momento, la literalidad de la Constitución. Pero, para que eso pase suavemente, se requiere darle nombre respetable: llamar a la violación defensa. Koestler describía eso como el arte de ponerle a la media noche nombre de mediodía. Funciona.
Al erigirse en paladín de una angelical «izquierda» bajo amenaza de la «derecha» autoritaria, Sánchez nos pone ante un espejo cóncavo: la realidad invertida presta a risa en los esperpentos del Callejón del Gato valleinclanesco. Pero el espejo cóncavo del cual dispone un poderoso del siglo XXI es una máquina de guerra infalible. El vuelco del lenguaje que imponen las pantallas es hermético. Y el amo de ellas empuña más poderes –y mucho más eficientes– que ningún déspota clásico. Indoloros, por añadidura. Perfectos, pues.
Sólo salir de ese juego de palabras, de esa burla que es blindarse en retóricas de izquierda y derecha, sólo aunar a cuantos ven en Sánchez la destrucción, ya en marcha, del poder judicial y, con él, de la Constitución, podrá frenar la quiebra que avanza entre la indiferencia y la mala retórica. No, Sánchez no defiende ninguna «izquierda». Defiende un golpe de Estado que fragmentará la nación. Nadie sueñe salir indemne de eso.